sábado, 2 de marzo de 2013

Seminario 6 de Filosofia del derecho: Dworkin, "Libertad y Moralismo"

En el texto de hoy, hablamos de Dworkin y su texto: Libertad y Moralidad.

La mayoría de los norteamericanos y de los ingleses creen que la homosexualidad, la prostitución y la publicación de material pornográfico son inmorales. ¿Qué papel debe desempeñar este hecho cuando se ha de decidir si son delictivas? Es una cuestión enmarañada, llena de consecuencias que se vincula con controversias filosóficas y sociológicas. Es una cuestión a la que los juristas han de hacer frente y hay acontecimientos recientes y controvertidos que nos urgen a considerarla.

Frente a ella hay varias posiciones, pero cada una plantea sus propias dificultades. ¿Diremos que la condenación pública es, en y por sí misma, suficiente para justificar que convirtamos un acto en delito? Esta posición parece incongruente con nuestra tradición de libertad individual, y con el hecho de que sabemos que la moral de la masa no cuenta con garantías de verdad. Si la condenación pública no es suficiente, ¿qué más se necesita? ¿Debe haber alguna demostración de que de hecho hay personas directamente afectadas y dañadas por la práctica en cuestión? ¿O es suficientemente con mostrar algún efecto sobre las costumbres y las instituciones sociales, que, en cuanto altera el medio social, afecta indirectamente a todos los miembros de la sociedad? En este último caso, ¿se ha de demostrar también que estos cambios sociales plantean la amenaza de algún cambio a largo plazo, como podría ser un aumento de la criminalidad, o un descenso de la productividad? ¿O sería bastante con demostrar que la gran mayoría de la comunidad actual deploraría el cambio? Si es así, ¿la exigencia de [que provoque algún] daño agregaría mucho a la mera exigencia de la condenación pública?
En 1958, lord Devlin pronunció la segunda conferencia Macabea en la Academia Británica. El título de la conferencia era “La imposición de la moral”, y las cuestiones en ella tratadas eran de principio. Su autor resumió así sus conclusiones referentes a la práctica de la homosexualidad. “Debemos preguntarnos en primer lugar si, al mirarlo con clama y que su mera presencia nos agravie. Si tal es el sentimiento auténtico de la sociedad en que vivimos, no veo de qué manera se puede negar a la sociedad el derecho de erradicarlo.”
La conferencia, y especialmente esa posición hipotética sobre el castigo de los homosexuales, provocó una marea de refutaciones que rebasó la prensa académica para difundirse a través de la radio y publicaciones periódicas casi populares. Desde entonces, lord Devlin ha vuelto a publicar la Conferencia Macabea, junto con otros seis ensayos en los que desarrolla y defiende los puntos de vista en ella expresados, con un prefacio para todo el volumen y algunas importantes notas al pie, nuevas, como complemento de la conferencia original.
Los juristas estadounidenses deben prestar atención a los argumentos de lord Devlin. Sus conclusiones no serán populares,, aunque la jactanciosa insensibilidad que le reprochan algunos críticos desaparece con una lectura cuidadosa. Populares o no, no tenemos derecho a ignorarlas mientras no tengamos la seguridad de que sus argumentos se pueden refutar. Uno de tales argumentos –el segundo de los que discutiré- tiene el considerable mérito de llamarnos la atención sobre la relación entre la teoría democrática y la imposición de la moral. Y nos estimula a considerar más detalladamente el concepto decisivo del cual depende esta relación: el concepto de una moralidad pública

El desencanto de lord Devlin.
El prefacio de su nuevo libro contiene una reveladora exposición de la forma en que llegó lord Devlin a sus discutidas y discutibles opiniones. Cuando lo invitaron a preparar su Conferencia Macabea, la célebre Comisión Wolfenden había publicado recientemente su recomendación de que se dejaran de considerar delictivas las prácticas homosexuales en privado entre adultos que consentían en ellas. Devlin había estado totalmente de acuerdo con la expresión que daba la Comisión a la distinción adecuada entre delito y pecado:
“En este terreno, la función [del derecho] es salvaguardar el orden público y la decencia, proteger al ciudadano de aquello que sea ofensivo o lesivo y proporcionar las salvaguardias suficientes contra la explotación y la corrupción de otros. .. En nuestra opinión, no es función del derecho intervenir en la vida privada de los ciudadanos ni intentar imponer ningún modelo de comportamiento determinado, más allá de lo que sea necesaria para llevar a la práctica los propósitos que hemos bosquejado. ...
Se ha de mantener un ámbito de la moralidad y la inmoralidad privadas que, dicho breve y crudamente, no es asunto del derecho.”

Lord Devlin creía que esos ideales, derivados de las enseñanzas de Jeremy Bentham y de John Stuart Mill, eran incuestionables. Decidió consagrar su conferencia a una minuciosa consideración de qué otros cambios, además de los cambios [referentes al] delito de homosexualidad que recomendaba la Comisión, serían necesarios para conseguir que el derecho penal de Inglaterra se adaptara a ellas. Según sus propias palabras, el estudio “destruyó, en lugar de confirmarla, la sencilla fe con que había empezado mi tarea” y Devlin terminó creyendo que aquellos ideales no sólo eran cuestionables sino erróneos.

A veces, sobre la base de que el estado tiene que desempeñar un rol de tutor moral, y el derecho penal es su técnica de tutoría adecuada, parece que estuviera defendiendo exactamente la posición contraria a la de la Comisión, a saber, que la sociedad tiene derecho a castigar aquellas conductas que sus miembros desaprueban enérgicamente, aun cuando tales conductas no tengan sobre otras personas efectos que se puedan considerar lesivos. En realidad, lo que él defiende no es esta posición, sino otras que son más complejas y no tan excéntricas, ni tampoco están tan palmariamente en desacuerdo con los ideales de la Comisión Wolfenden. En ninguna parte están claramente resumidas (de hecho, el enunciado sobre la homosexualidad que he citado es prácticamente el resumen que él da), sino que han de ser inferidas de los intrincados argumentos que presenta.
Los argumentos principales son dos. El primero aparece en forma estructurada en la Conferencia Macabea y se basa en el derecho de la sociedad a proteger su propia existencia. El segundo es un argumento muy diferente y mucho más importante, que emerge en forma inconexa en diversos ensayos, y parte del derecho de la mayoría a seguir sus propias convicciones morales, defendiendo su medio social de aquellos cambios a los cuales se opone. Consideraré estos dos argumentos deteniéndome más en el segundo.

El primer argumento: el derecho de la sociedad a proteger su existencia.


El primer argumento es éste:

1.- En una sociedad moderna hay una diversidad de principios morales que algunos hombres adoptan como guía y que no intentan imponer a los demás. Hay también estándares morales que la mayoría excluye de la tolerancia y que impone a quienes disienten de ellos. Para nosotros, los dictados de una religión determinada son ejemplo de la primera clase, y la práctica de la monogamia ejemplo de la segunda. Una sociedad no puede sobrevivir a menos que algunos de sus estándares sean de la segunda clase, porque para su vida es esencial cierto consenso moral.

2.- Si la sociedad tiene un derecho así, tiene la facultad de usar las instituciones y sanciones de su derecho penal para imponer ese derecho. Así como la sociedad puede valerse de su derecho para impedir la traición, puede valerse de él para impedir una corrupción del consenso que la mantiene unida.

3.- Pero el derecho de la sociedad a castigar la inmoralidad mediante la ley no ha de ejercitarse necesariamente contra toda clase y en toda ocasión de moralidad; debemos reconocer la influencia y la importancia de algunos principios restrictivos, que son varios, pero de los cuales el más importante es que “debe haber tolerancia de la máxima libertad individual que sea congruente con la integridad de la sociedad.” Tomados en conjunto, estos principios restrictivos exigen que seamos cautelosos cuando se trata de concluir que a una práctica se la considera profundamente inmoral. Pero ninguno de estos principios restrictivos es válido cuando el sentimiento público es fuerte, persistente e inexorable; cuando, con palabras de lord Devlin, llega a ser de “intolerancia, indignación y repugnancia”. De aquí la conclusión sumaria en lo referente a la homosexualidad: si es auténticamente considerada como un vicio abominable, no se puede negar el derecho de la sociedad a erradicarla.

Debemos estar en guardia contra una interpretación errónea de este argumento, que no depende de ningún supuesto de que cuando la gran mayoría de una comunidad considera inmoral una práctica, lo más probable es que tengan razón. Lo que, en opinión de nuestra moralidad pública, es la supervivencia misma de la sociedad, y él cree que la sociedad está autorizada para protegerse sin responder de la moralidad que la mantiene unida. Si uno sostiene una noción aproximadamente convencional de una sociedad es absurdo sugerir que cada práctica que la sociedad considere profundamente inmoral y repugnante amenace su supervivencia. Es una tontería equiparable a sostener que la existencia de la sociedad se encuentra amenazada por la muerte de uno de sus miembros o por el nacimiento de otro, y  lord Devlin no nos ofrece prueba alguna que pueda servir de base a una afirmación tal. 

Lord Devlin replica al profesor Hart: “No asevero que cualquier desviación de la moralidad compartida por una sociedad amenace su existencia, como tampoco asevero que cualquier actividad subversiva amenace su existencia. Lo que asevero es que ambas son actividades que por naturaleza son capaces de amenazar la existencia de la sociedad, de modo que ninguna de ellas puede ser colocada más allá [del alcance] del derecho.” Esta réplica deja al descubierto un fallo grave en la construcción del argumento.

Nos dice que debemos entender el segundo paso del argumento como algo que se limita a desmentir la proposición de que la sociedad jamás tiene semejante derecho. Lord Devlin entendió que la enunciación de un “ámbito de moralidad privada ... que no es asunto del derecho”, significaba afirmar [la existencia de] una barrera jurisdiccional fija que ponía para siempre las prácticas sexuales privadas más allá de la indagación del derecho. Sus argumentos están destinados a demostrar que no se debe erigir tal barrera constitucional, porque es posible que el cuestionamiento de la moralidad establecida sea tan profundo que se vea amenazada la existencia misma de una conformidad moral y de la sociedad misma.

Pero si nos persuadieran de renunciar a esta barrera constitucional, esperaríamos que el tercer paso en el argumento diera respuesta a la inevitable cuestión siguiente: ¿cómo hemos de saber cuándo el peligro es lo suficientemente claro y presente como para que justifique no solamente la indagación, sino la acción? ¿Qué más se necesita, aparte el hecho de una apasionada desaprobación pública, para demostrar que nos hallamos en presencia de una verdadera amenaza?

La retórica del tercer paso hace que parezca conforme a esta cuestión; se habla mucho de “libertad” y “tolerancia” e incluso de “equilibrio”. Pero el argumento no es conforme, pues la libertad, la tolerancia y el equilibrio resultan ser apropiados únicamente cuando se demuestra que el atropello público diagnosticado en el segundo paso ha sido exagerado. Cuando la fiebre se confirma, cuando la intolerancia, la indignación y la repugnancia son auténticas, el principio de “el máximo de libertad individual congruente con la integridad de la sociedad” ya no es válido. Pero esto significa que no es necesaria otra cosa que la desaprobación pública apasionada.

En el segundo paso, se presenta el atropello público como un criterio-umbral, colocando la práctica en una categoría que al derecho no le está prohibido reglamentar. El poder de esta maniobra queda demostrado por el pasaje sobre la homosexualidad. Lord Devlin concluye que si nuestra sociedad aborrece lo suficiente a la homosexualidad, se justifica que la proscriba y que obligue a los seres humanos a optar entre las miserias de la frustración y las de la persecución, debido al peligro de la práctica para la sociedad. Llega a esta conclusión sin ofrecer pruebas de que la homosexualidad representa peligro alguno para la existencia de la sociedad, más allá de la afirmación de que todas las “desviaciones de la moralidad compartida por una sociedad ... son capaces por naturaleza de amenazar la existencia de la sociedad” y por eso “no pueden ser colocadas más allá [del alcance] del derecho”.

El segundo argumento: El derecho de la sociedad a seguir sus propias luces

El segundo argumento es el siguiente:


1.- Si quienes tienen deseos homosexuales se complacieran libremente en ellos, nuestro medio social cambiaría. No se puede calcular con ninguna precisión cuáles sería los cambios, pero es plausible suponer que la posición de la familia, como institución "natural" en torne de la cual se centran los dispositivos educacionales, económicos y recreacionales de los hombres, resultaría socavada. Hemos llegado a un grado de complejidad demasiado elevado para suponer que los efectos de un incremento de la homosexualidad se limitarían exclusivamente a quienes participaran de dicha práctica. El medio en que nosotros y nuestros hijos debemos vivir está determinado por pautas y relaciones establecidas en forma privada por personas diferentes de nosotros.


2.- Esto no da a la sociedad el derecho de prohibir las prácticas homosexuales. No podemos mantener cada hábito o costumbre que nos gusta mediante el encarcelamiento a quienes no quieran preservarlos. Pero esto significa que nuestros legisladores deben intervenir inevitablemente en algunos problemas morales. Deben decidir si las instituciones que parecen amenazadas son lo suficientemente valiosas como para protegerlas al precio de la libertad humana. Y deben decidir si las prácticas que amenazan a tales instituciones son inmorales, porque si lo son, no cuenta tanto la libertad de un individuo para entregarse a ellas. La inmoralidad en ocasiones es necesaria.

3.- Pero, ¿cómo ha de decidir un legislador si los actos homosexuales son inmorales? La ciencia no puede responder a esto y el legislador ya no puede buscar respuestas válidas en la religión organizada. El legislador debe seguir el consenso de la mauoria,por dos razones íntimamente conectadas: a) En último análisis, la decisión debe basarse en algún artículo de fe moral, y en una democracia este tipo de problema debe ser resuelto d acuerdo con los principios democráticos. b) Después de todo, la que actúa cuando se traen a colación las amenazas y sanciones del derecho penal es la comunidad.

Éste es el segundo argumento de lord Devlin. Algunos lectores disentirán de su supuesto central: que un cambio en sus instituciones sociales es el tipo de daño contra el cual una sociedad está autorizada para protegerse. Otros sentirán que la sociedad no tiene derecho a actuar, por más inmoral que sea la práctica, a menos que el daño que amenaza a una institución sea demostrable e inminente, no conjetural. También estarán los que cuestionen la tesis de que la moralidad o inmoralidad de un acto deba contar siquiera para determinar si se lo considera delictivo, y otros argumentarán a su vez que incluso en una democracia los legisladores tienen el deber de decidir por sí mismos las cuestiones morales y no deben delegar tales problemas en la comunidad. 

He de sostener que sus conclusiones no son válidas, porque lord Devlin interpreta erróneamente lo que es desaprobar basándose en principios morales. Mi propósito no es zanjar cuestiones de moralidad política basándome en la autoridad de un diccionario, sino mostrar lo que yo considero errores en la sociología moral de lord Devlin. Intentará demostrar que nuestras prácticas morales convencionales son más complejas y están más estructuradas de lo que él supone y que Devlin interpreta mal lo que quiere decir que el derecho penal debe ser extraído de la moralidad pública. Se trata de una tesis popular y atractiva, muy próxima al núcleo no sólo de la teoría de lord Devlin, sino al de muchas otras relacionadas con el derecho y la moral. Y es importantísimo que se entiendan sus implicaciones.

El concepto de una posición moral.
Podríamos partir del hecho de que en nuestra moralidad convencional, expresiones como “posición moral” y “convicción moral” funcionan no solamente como términos de descripción, sino también de justificación y de crítica.  Pero también usamos algunas expresiones, especialmente “posición moral” y “convicción moral”, en un sentido discriminatorio, para contrastar las posiciones que ellas describen con prejuicios, con racionalizaciones, cuestiones de aversión o gusto personal, actitudes arbitrarias y cosas semejantes. Uno de los usos de ese sentido discriminatorio es ofrecer una especie de justificación, limitada pero importante, de un acto, cuando las cuestiones morales que éste plantea son dudosas o discutibles.

Supongamos que yo diga que me propongo votar en contra de un hombre, candidato a un cargo público de confianza, porque sé que es homosexual y creo que la homosexualidad es profundamente inmoral. Si el lector está en desacuerdo con que la homosexualidad sea inmoral, puede acusarme de estar a punto de emitir un voto injusto, motivado por el prejuicio o por una repugnancia personal que carece de toda relación con el problema moral. Yo podría entonces tratar de convertirlo a imposición con respecto a la homosexualidad, pero si no lo consigo, querré igualmente convencer al lector de lo que tanto él como yo consideramos un punto diferente; es decir, que mi voto se basa en una posición moral, en el sentido discriminatorio, aun cuando sea una posición que difiere de la suya. Querré persuadirlo de ello porque si lo consigo, tengo derecho a esperar que el lector modificará su opinión sobre mí y sobre lo que me dispongo a hacer..

También en otro aspecto será diferente el juicio que haga de mi carácter: admitirá que, en cuanto me atengo a mi posición moral, tengo el derecho moral de votar en contra del homosexual, porque tengo el derecho (más aún, el deber) de votar mis propias convicciones. Pero no admitiría semejante derecho (o deber) si estuviera aún persuadido de que yo estaba actuando por prejuicio por gusto personal.

Tengo derecho a esperar que la opinión del lector se modifique de esas maneras porque tales distinciones son parte de la moralidad convencional que él y yo compartimos, y que constituye el marco de nuestra discusión. Son las que establecen e imponen la diferencia entre posiciones que debemos respetar, aun cuando las consideremos equivocadas, y posiciones que no es necesario respetar porque ofenden alguna regla o razonamiento moral básico.

Es este rasgo de la moralidad convencional el que fundamenta el argumento de lord Devlin según el cual la sociedad tiene derecho a seguir sus propias luces. Debemos examinar dicho concepto discriminatorio de una posición moral, y podemos hacerlo prosiguiendo nuestra conversación imaginaria. ¿Qué debo hacer para convencer al lector de que mi posición es una posición moral?
a) Debo presentar alguna razón que la fundamente.  Sin embargo, ni me servirá cualquier razón que pueda dar; algunos quedarán excluidas por los criterios generales que estipulan los tipos de razones que no cuentan. Podemos tomar nota de cuatro de tales criterios, los más importantes:
                1) Si yo afirmo que los homosexuales son moralmente inferiores porque no tienen deseos heterosexuales, y por ende no son “verdaderos hombres”, el lector rechazará esa razón como exponente de un tipo de prejuicio. En un contexto estructurado las reglas fundamentales excluyen todas las consideraciones, salvo algunas determinadas, y un prejuicio es la base de juicio que viola estas reglas.
                2) Si baso mi opinión sobre los homosexuales en una reacción emocional personal, el lector rechazaría también esa reacción. Distinguimos las posiciones morales de las reacciones emocionales, no porque supongamos que las posiciones morales son desapasionadas o no están teñidas de emoción –más bien, lo contrario es la verdad-, sino porque se supone que la posición moral justifica la reacción emocional, pero no a la inversa. Si un hombre es incapaz de presentar tales razones, no negamos el hecho de su compromiso emocional, que puede tener importantes consecuencias sociales o políticas, pero no tomamos tal compromiso como demostración de su convicción moral.
                 3) Si baso mi posición en una proposición de hecho (“los actos homosexuales debilitan físicamente”) que no sólo es falsa, sino tan poco plausible que cuestiona las normas mínimas de verificación y discusión que yo mismo generalmente acepto y exijo de los demás, el lector consideraría mi creencia, aunque fuese sincera, como una forma de racionalización, y sobre esa base descalificaría la razón que ofrezco.
                 4) Si sólo puedo defender mi posición citando creencias ajenas (“todo el mundo sabe que la homosexualidad es pecado”), el lector llegaría a la conclusión de que estoy hablando como un loro y no basándome en una convicción moral propia.

b) Supongamos que efectivamente doy una razón que no se puede descalificar por ninguna de las razones citadas u otras similares. Una razón así habrá de presuponer algún principio o teoría moral general, aun cuando yo no sea capaz de enunciarlo ni lo tenga presente cuando hablo. Es posible que mis posiciones morales tengan restricciones y excepciones. La diferencia entre una excepción y una incongruencia es que la primera puede fundamentarse en razones que presuponen otras posiciones morales que puedo sostener sin desmedro. 

c) Pero, ¿tengo realmente que tener una razón que haga de mi posición un asunto de convicción moral? La mayoría de los hombres piensan que los actos que causan sufrimiento innecesario o rompen una promesa seria sin excusas, son inmorales, y sin embargo no podrían dar razón alguna para tal creencia. Sienten que no es necesaria una razón, porque dan como axiomático o evidente de suyo que esos actos son inmorales. Hay una diferencia importante entre creer que la propia posición sea de suyo evidente y no tener ninguna razón para fundamentarla. Lo primero presupone una creencia positiva en que no son necesarias razones ulteriores, en que la inmoralidad del acto en cuestión no depende de sus efectos sociales, ni de sus efectos sobre el carácter del actor, ni de que haya sido prohibido por alguna deidad ni de ninguna otra cosa, sino que se sigue de la naturaleza del acto mismo. 
Los argumentos morales que formulamos presuponen principios morales y posiciones más abstractas sobre el razonamiento moral. En particular, presuponen posiciones sobre las clases de actos que pueden ser inmorales en y por sí mismos. Cuando critico las opiniones morales del lector, o intento justificar mi propia indiferencia hacia las reglas morales tradicionales que considero tontas, lo haré, probablemente, negando que el acto en cuestión tenga ninguno de los varios rasgos que pueden hacer inmoral un acto: que no implique ruptura de una promesa u obligación, por ejemplo, que no dañe a nadie –incluido el actor-, que no esté proscrito por ninguna religión organizada y que no sea ilegal. Procedo de esta manera porque supongo que los fundamentos últimos de la inmoralidad se limitan a un conjunto muy pequeño de estándares muy generales. Puedo afirmar directamente este supuesto o puedo derivarlo de la forma de mi argumento. En cualquier de los dos casos, lo haré valer llamando arbitrarias a las posiciones que no pueden reclamar apoyo alguno de ninguno de tales estándares fundamentales, como haría, ciertamente, si el lector dijera que la fotografía –o la natación, para el caso- es inmoral. Aun cuando no pudiera expresar con claridad este supuesto subyacente, lo aplicaría, y dado que los criterios fundamentales que reconozco se cuentan entre mis estándares morales más abstractos, no han de diverger mucho de los que reconocen y aplican mis prójimos. Aunque muchas personas que desprecian a los homosexuales son incapaces de decir por qué, son pocas las que afirmarían que no es necesaria una razón para fundamentarlo, porque ello haría que su posición, juzgada según sus propios estándares, fuese arbitraria.

d) Sería factible llevar más lejos esta anatomía de nuestro argumento, pero ya nos hemos extendido en ella lo bastante como para justificar algunas conclusiones. Si el problema que se plantea entre nosotros es si mis puntos de vista sobre la homosexualidad constituyen o no una posición moral, y por ende, si sobre esa base tengo derecho a votar en contra de un homosexual, no puedo zanjar la cuestión simplemente hablando de mis sentimientos. El lector querrá considerar las razones que puedo aducir en apoyo de mi creencia, y saber si el resto de mis opiniones, y mi comportamiento, son congruentes con las teorías que tales razones presuponen.

Debemos evitar la falacia escéptica de pasar desde estos hechos a la conclusión de que no hay nada que se pueda considerar prejuicio, racionalización o incongruencia, o de que estos términos significan simplemente que a quien los usa les disgustan intensamente las posiciones que de tal manera califica. Eso equivaldría a sostener que, como diferentes personas entienden de manera diferente lo que son los celos, y de buena fe pueden estar en desacuerdo cuando se trata de considerar celoso a alguien, los celos no existen, y que quien dice de alguien más que es celoso, quiere decir simplemente que esa persona le disgusta mucho.

La moralidad de lord Devlin.

Podemos volver a hora al segundo argumento de lord Devlin, quien sostiene que cuando los legisladores deben decidir una cuestión moral, deben ajustarse a cualquier consenso de posición moral que haya alcanzado la comunidad como tal, porque eso es lo que exige el principio democrático, y porque una comunidad está autorizada para seguir sus propias luces. El argumento tendría cierta verosimilitud si, al hablar del consenso moral de la comunidad, lord Devlin aludiese a aquellas posiciones que son posiciones morales en el sentido discriminatorio que hemos venido estudiando.

Pero él no alude a nada semejante. Su definición de lo que es una posición moral muestra que usa la expresión en el sentido antropológico.

En otro pasaje cita con beneplácito a Dean Rostow, quien le atribuye la opinión de que “en cualquier momento, la moralidad común de una sociedad es una mezcla de costumbre y convicción, de razón y sentimiento, de experiencia y prejuicio”. Su sentido de lo que es una convicción moral se expresa con la mayor claridad en su famosa observación sobre los homosexuales. Si el hombre ordinario considera la homosexualidad “como un vicio tan abominable que su sola presencia es una ofensa”, ello demuestra, para él, que los sentimientos del hombre ordinario sobre los homosexuales son asunto de convicción moral.

Sus conclusiones fracasan porque dependen del uso [del concepto de] “posición moral” en este sentido antropológico. Aunque sea verdad que la mayoría de los hombres creen que la homosexualidad es un vicio abominable y no pueden tolerar su presencia, sigue siendo posible que esta opinión común sea un compuesto de prejuicio, racionalización y aversión personal. Es igualmente posible que el hombre común no pueda dar razón de su opinión de su prójimo, que a su vez copia la de él, o que ofrezca una razón que presupone una posición moral general que él no podría afirmar, con ningún grado de sinceridad o de coherencia, como suya. En ese caso, los principios democráticos que seguimos no requieren que se imponga el consenso, porque la creencia en que los prejuicios, las aversiones personales y las racionalizaciones no justifican la restricción de la libertad ajena. Tampoco la masa de la comunidad estaría entonces autorizada a seguir sus propias luces, pues la comunidad no extiende ese privilegio a quien actúa sobre la base del prejuicio, la racionalización o la aversión personal. 

Un legislador escrupuloso a quien se diga que existe un consenso moral debe verificar las credenciales de tal consenso. 

Si ha habido un debate público con participación de editorialistas de los periódicos, discursos de sus colegas, el testimonio de grupos interesados y su propia colaboración, todo esto aguzará la conciencia que tenga el legislador de cuáles son los argumentos y las posiciones en juego. Tales argumentos y posiciones son lo que debe tamizar, intentando determinar cuáles son prejuicios o racionalizaciones, cuáles presuponen principios o teorías generales de lo que no se podría suponer que fuesen aceptados por gran parte de la población, y así sucesivamente. Puede suceder que cuando haya terminado este proceso de reflexión encuentre que no ha quedado demostrada la afirmación de un consenso moral. No lo estaría  en el caso de la homosexualidad, y eso es lo que hace que la suposición indiscriminada de lord Devlin sea un error tan grave. Lo escandaloso y erróneo no es su idea de que la moralidad comunitaria cuente, sino su idea de qué es lo que cuenta como moralidad comunitaria.

Claro que el legislador debe aplicar por sí mismo estas piedras de toque. Si comparte los puntos de vista populares, es menos probable que los encuentre deficientes, aunque el ejercicio de la autocrítica puede convertirlo. Su respuesta dependerá de cómo él mismo entienda lo que exige la moralidad que compartimos. Cualquier criterio que le instemos a aplicar, sólo podría aplicarlo tal como él lo entiende. Un legislador que procede de esta manera, que se niega a confundir la indignación popular, la intolerancia y la repugnancia con la convicción moral de su comunidad, no es reo de “elitismo” moral. No está, simplemente, contraponiendo sus propios puntos de vista educados a los que de un gran público que los rechaza. Está haciendo todo lo posible por imponer una parte distinta y fundamentalmente importante de la moralidad de su comunidad, un consenso que es más esencial para la existencia de la sociedad tal como la conocemos que la opinión de lord Devlin.

Ningún legislador puede permitirse el lujo de ignorar la indignación pública, que es un hecho que debe reconocer, que establecerá los límites de lo que es políticamente factible y determinará las estrategias de persuasión y de imposición que cabe usar dentro de tales límites.

Observación adicional sobre la pornografía.
He hablado de la homosexualidad porque es el ejemplo de lord Devlin, pero me gustaría agregar unas palabras sobre la pornografía, aunque sólo sea porque, en la época de la preocupación británica por las teorías de lord Devlin, era un tema que en los titulares norteamericanos sobre asuntos legales ocupaba más espacio que la homosexualidad. La Suprema Corte acababa de decidir tres casos importantes: Ginzburg, Mishkin Fanny Hill. En dos de ellos se confirmaron condenas (y sentencias de encarcelamiento) por distribución de pornografía, y en el tercero, por más que la Corte rechazó la prohibición estatal de una novela supuestamente obscena, tres jueces discreparon del veredicto.

La mayoría de la Corte apoyó la prueba constitucional establecida algunos años atrás por Roth. Según esa prueba, un libro es obsceno –y, como tal, no está protegido por la primera enmienda- si: “a) el tema dominante del material, tomado en su totalidad, apela a un interés salaz por lo sexual; b) el material es manifiestamente ofensivo porque afrenta los estándares comunitarios actuales relacionados con la descripción o representación de temas sexuales; y c) el material carece totalmente de todo valor social que lo redima”. Podríamos plantear de la siguiente manera la cuestión política de principio: ¿Qué es lo que da al gobierno federal, o al de cualquier estado, el derecho moral de prohibir la publicación de libros que según la prueba de Roth son obscenos?

La opinión del juez Brennan en el caso Mishkin constituye una respuesta: la literatura erótica, dice el juez, incita a algunos lectores al crimen. Si tal cosa es verdad, si en un número significativo de tales casos los mismos lectores no habrían sido incitados al mismo crimen por otros estímulos y si el problema no puede ser eficazmente resuelto de otras maneras, eso podría autorizar a la sociedad a prohibir esos libros. Pero ésas son en el mejor de los casos hipótesis o conjeturas, y de todas maneras, inaplicables al caso Ginzburg, en el cual la Corte basó su decisión, no en el carácter obsceno de las publicaciones, sino en el hecho de que fueron presentadas al publico como material salaz, y no esclarecedor. 

Se podría ofrecer un argumentos semejante al segundo que presenta lord Devlin, y muchos de los que consideran que la sociedad tiene derecho a proscribir la pornografía se apoyan en un argumento así, que podría asumir la siguiente forma:

1.- Si permitimos que los libros obscenos se vendan libremente todo el “tono” de la comunidad terminaría por cambiar. Lo que actualmente se considera vulgar y sucio en el hablar y el vestir, y en el comportamiento público, llegaría a ser aceptable. Ya hemos visto cómo operan estas fuerzas; como el caso de Trópico de Cáncer. Quizá debamos pagar ese precio por lo que muchos críticos consideran razonablemente obras de arte, pero no es necesario que paguemos un precio que sería mucho mayor por [una serie de] basuras fabricadas en masa sin otro objetivo que el lucro.

2.- No es respuesta suficiente decir que la prácticas sociales no cambiarán a menos que la mayoría participe con buena disposición en el cambio. La corrupción social opera a través de los medios de comunicación de masas, y de fuerzas que trascienden el control popular. Ciertamente, la pornografía atrae al mismo tiempo que rechaza, y alcanzado cierto punto en el deterioro de los estándares comunitarios, la mayoría no se opondrá a la acentuación de tal deterioro, pero eso es signo del éxito de la corrupción, no prueba de que la corrupción no ha existido.

3.- La proscripción de la pornografía recorta la libertad de los autores, editores y presuntos lectores. Pero si lo que éstos quieren hacer es inmoral, tenemos derecho a protegernos a ese coste. Se nos plantea un problema moral; ¿se tiene el derecho moral de publicar o de leer pornografía “dura”, que no puede reclamar para sí virtud o valor alguno, aparte de su efecto erótico? Es un problema moral que no se ha de resolver autoritariamente, ni por [obra de] autodesignados tutores éticos, sino sometiéndose al criterio público. 

Pero seguramente para este argumento, sea lo que fuere lo que se piense de él, es decisivo que el consenso que se describe en la última proposición sea un consenso de convicción moral. Si resultara que el disgusto del hombre común por la pornografía es cuestión de gusto, o es una posición arbitraria, el argumento fallaría porque ninguna de ellas es razón satisfactoria para recordar la libertad.

A muchos lectores les parecerá paradójico que se plantee siquiera la cuestión de si las opiniones del hombre medio sobre la pornografía son convicciones morales. Para la mayoría de la gente, el núcleo de la moralidad es un código sexual. Pero escribir o leer sobre estas prácticas no es lo mismo que incurrir en ellas, y uno puede dar razones para condenar las prácticas (que causan sufrimiento o que son sacrílegas o humillantes o que alteran el orden público), que no se extienden a la actividad de producir ni de saborear fantasías referentes a ellas. Quienes aducen que hay un consenso de convicción moral sobre la pornografía debe probar que tal cosa existe.

Libertad y liberalismo

Mill fue influenciado por su mujer hacia el utilitarismo.

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