miércoles, 29 de enero de 2014

LECCIÓN 11.- LA DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LAS SOCIEDADES MERCANTILES.

La disolución

Consideración general. Formas de disolución de las sociedades de capital



El proceso de extinción jurídica de una sociedad comprende tres fases o momentos, que tienen lugar de forma sucesiva. Dicho proceso se inicia con la disolución, en virtud de la cual la sociedad sigue subsistiendo con su misma personalidad jurídica, pero padece una modificación de su fin o actividad, pues abandona la explotación empresarial de su objeto social para dedicarse a una actividad meramente conservativa y liquidatoria. La disolución abre así el período de liquidación, durante el cual la sociedad disuelta lleva a cabo las operaciones necesarias para saldar y liquidar todas las relaciones jurídicas a que haya dado lugar su actuación en el tráfico. Y sólo al cierre de la liquidación, con la distribución a los socios del remanente patrimonial que pudiera existir, se produce propiamente la extinción de la sociedad, con la desaparición de ésta del mundo del Derecho. Aunque en supuestos excepcionales estas tres fases podrían llegar a coincidir, cuando la sociedad disuelta carezca de relaciones jurídicas que liquidar y se extinga uno actu, se trata en todo caso de figuras de distinto significado que no deben confundirse.
En las sociedades anónima y limitada la disolución no tiene una estructura homogénea ni se produce de acuerdo con un único procedimiento, sino que existen varias formas de disolución, en atención a las circunstancias y requisitos exigidos para que ésta se produzca y para la consiguiente apertura de la liquidación. Con el fin de precisar de forma clara y segura el momento en que la sociedad abandona el período de vida activa para entrar en la fase liquidatoria (en interés de los terceros, pero también de los socios y de los propios administradores), la Ley prevé distintos supuestos de disolución que no operan de un modo uniforme, y que pueden clasificarse en función de la forma en que la disolución se produce. Así, y en primer lugar, la sociedad se disuelve por decisión de los socios mediante un acuerdo social adoptado en Junta General, sin necesidad de que concurra ninguna causa particular. En segundo lugar, se disuelve automáticamente o de pleno derecho por el transcurso del término eventualmente fijado en los estatutos (o, en el caso específico de las sociedades declaradas en concurso, por la apertura de la fase de liquidación). Y en tercer lugar, se disuelve por la concurrencia de una causa legal o estatutaria de disolución, cuando la misma sea debidamente constatada por la Junta General o, en su defecto, por el juez. En unos casos, la disolución resulta de la mera concurrencia de un acto (acuerdo de la Junta) o de un hecho jurídico (transcurso del plazo de duración de la sociedad o apertura de la fase de liquidación en el concurso), mientras que en otros la disolución ofrece una estructura compleja y se integra por dos elementos distintos (concurrencia de una causa legítima de disolución y acuerdo social o resolución judicial que la constate).
Con todo, aunque existan diferentes formas de disolución, debe tenerse presente que ésta tiene siempre el mismo significado, pues produce en todo caso la apertura del período de liquidación.

Disolución por acuerdo de la junta general

Una sociedad puede disolverse por acuerdo de la Junta General, adoptado con los quorum y mayorías requeridos para la modificación de estatutos. Mientras que en las sociedades personalistas la disolución exige por regla —salvo previsión en contra del contrato— el acuerdo de todos los socios, en las sociedades de capital la misma se vincula a un simple acuerdo mayoritario adoptado en Junta, que puede tomarse en cualquier momento y sin necesidad de que exista ninguna causa o razón concreta que la motive.

Disolución de pleno derecho

La disolución opera ipso iure o de pleno derecho en una serie de supuestos.
El primero se plantea en relación a las sociedades que hayan previsto en sus estatutos un plazo o término de duración (aunque lo habitual es que las sociedades se constituyan por un período indefinido), pues en ese caso el vencimiento de dicho término comporta la disolución de pleno derecho. La disolución se produce aquí de forma automática, incluso frente a terceros, y sin necesidad de que se adopte ningún acuerdo específico de disolución por la Junta General. Esta forma de disolución podría evitarse por los socios prorrogando la vida de la sociedad, a través de un acuerdo de modificación del término estatutario de duración; la única exigencia legal a este respecto es que el acuerdo de prórroga se adopte e inscriba en el RM antes del vencimiento de dicho plazo, pues en caso contrario se producirían los efectos automáticos de esta forma de disolución.
El segundo supuesto va referido específicamente a las sociedades que hayan sido declaradas en concurso de acreedores, que se disuelven de pleno derecho en caso de apertura de la fase de liquidación.
Con carácter general, la declaración de concurso no constituye por sí sola un motivo de disolución, que opere automáticamente o que obligue a la sociedad —al modo de las causas legales o estatutarias de disolución— a adoptar el correspondiente acuerdo disolutorio; mientras el procedimiento concursal esté en la fase común o desemboque en la fase de convenio, la sociedad concursada puede continuar ejercitando las actividades propias de su objeto social (aunque siempre podría disolverse de acuerdo con cualquiera de las formas ordinarias, incluso de pleno derecho si el término de duración expirara durante el concurso).
Pero en el supuesto de que el concurso desemboque en la fase de liquidación, en atención a las reglas que veremos, la sociedad queda automáticamente disuelta, sin necesidad, por tanto, de que se adopte acuerdo social alguno. La principal especialidad de esta disolución radica en el hecho de no colocar a la sociedad en el estado ordinario de liquidación societaria (y de ahí que no se nombren liquidadores), sino de sujetarla al procedimiento de liquidación que regula la Ley Concursal.
Además de estos modos de disolución de pleno derecho, que son comunes a todas las sociedades mercantiles, existe otro específico para la sociedad limitada. Así, cuando una sociedad limitada se vea legalmente obligada a reducir su capital por debajo del mínimo legal (por ej., en caso de amortización obligatoria de participaciones propias adquiridas por la sociedad o de separación o exclusión de socios), queda disuelta de pleno derecho si en el plazo de un año desde la reducción no inscribe en el RM el correspondiente acuerdo de transformación, de disolución (que en este caso sería voluntaria) o de aumento de capital hasta una cantidad igual o superior a dicho mínimo legal (art. 108.1 LSRL). Se admite así que las sociedades limitadas puedan incumplir de manera transitoria el deber de mantenimiento del capital mínimo, aunque solamente cuando se vean impelidas a reducirlo por causa de una obligación legal; pero, a cambio, de no eliminarse esa situación irregular en el plazo de un año a través de la recomposición del capital o de cualquier otra forma, la sociedad se disuelve de pleno derecho por el simple transcurso de dicho plazo.

Disolución por concurrencia de causa legítima

Causas legales y estatutarias de disolución

Así como las anteriores formas de disolución se vinculan a la concurrencia de un único acto o hecho jurídico, existen otras de estructura más compleja que se verifican por la concurrencia de una causa legítima de disolución y de un acuerdo social o decisión judicial que la constate. Estas causas de disolución pueden ser legales o estatutarias, según vengan impuestas por la Ley o, en su caso, por los estatutos.
Las causas legales de disolución son las siguientes:
  • La conclusión de la empresa que constituya el objeto social. Esta causa ha de operar cuando la sociedad se constituya para desarrollar una actividad o negocio determinado (v. gr., explotación de una concesión administrativa), que por cualquier motivo se agote o desaparezca.
  • La imposibilidad manifiesta de realizar el fin social. Esta causa se produce cuando por cualquier motivo (natural, técnico, etc.) una sociedad se ve incapacitada de forma insuperable —no meramente transitoria— para desarrollar su actividad.
    • En la sociedad limitada, existe otra causa similar consistente en la falta de ejercicio durante tres años consecutivos de la actividad o actividades que constituyan el objeto social. Pero esta causa tiene un alcance mayor al de la imposibilidad material, ya que la falta de ejercicio podría deberse tanto a la mera inactividad como a la sustitución de hecho del objeto social, cuando la sociedad se dedique a actividades distintas de las recogidas en sus estatutos.
  • La paralización de los órganos sociales, de modo que resulte imposible su funcionamiento. Cabría decir que también en esta hipótesis se manifiesta la imposibilidad de conseguir el fin social, aunque en este caso por motivos internos, cuando las diferencias o disensiones entre los socios paralicen la actividad de la sociedad. Esta causa de disolución se reduce en realidad a la paralización de la Junta General (cuando ésta se vea imposibilitada para adoptar acuerdos, típicamente por una situación de enfrentamiento entre socios que impida alcanzar las mayorías o los quorum exigidos legal o estatutariamente), ya que la eventual inactividad del órgano de administración siempre podría ser paliada por los socios mediante el nombramiento de nuevos administradores.
  • Las pérdidas graves. Mientras que las sociedades personalistas se disuelven por la «pérdida entera del capital», en la sociedad anónima y limitada el régimen de disolución por pérdidas es más estricto y riguroso, por la función de garantía que desempeña el capital social. De ahí que en estas sociedades la causa de disolución se produzca cuando las pérdidas dejen reducido el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad de la cifra del capital, salvo que ésta se aumente o se reduzca en la medida suficiente [y siempre que las pérdidas no hayan conducido a la sociedad a una situación de insolvencia, pues entonces debería solicitarse la declaración de concurso.
    • A estos efectos, no es preciso esperar al cierre del ejercicio social y, por consiguiente, a la formulación o aprobación de las cuentas anuales para constatar o reconocer la concurrencia de esta causa de disolución. Antes bien, debe estimarse que la misma concurre en el momento en que los administradores conozcan (o hubieran debido conocer, de acuerdo con el nivel de diligencia legalmente exigible) la existencia del referido desequilibrio patrimonial. En todo caso, una sociedad siempre puede evitar la disolución removiendo o eliminando esta situación de desbalance, para lo cual dispone de una doble vía: aumentar el capital, con el fin de reintegrar el patrimonio neto por medio de nuevas aportaciones, o reducirlo, para enjugar las pérdidas y restablecer el equilibrio entre el capital y el patrimonio neto disminuido por consecuencia de pérdidas (aunque reducción y aumento también podrían combinarse, cuando se realice una operación «acordeón»).
  • La reducción del capital por debajo del mínimo legal. Las sociedades anónima y limitada no sólo tienen que constituirse con un capital mínimo, sino que deben también mantenerlo a lo largo de toda la vida social (con la única excepción de las sociedades de responsabilidad limitada que se vean legalmente obligadas a reducir su capital por debajo del mínimo legal, que disponen de un plazo de un año para corregir dicha situación). Y ello explica el fundamento de esta causa de disolución, al no ser concebible la existencia de sociedades con cifras estatutarias de capital inferiores a las que impone la Ley. Pero lo cierto es que esta causa apenas debe encontrar operatividad práctica, pues los requisitos formales que deben cumplir los acuerdos de reducción de capital —con la calificación y control de legalidad que realizan tanto el notario en la escritura de elevación a público del acuerdo como el registrador con motivo de la inscripción registral de éste— hacen poco probable la adopción y consumación de un acuerdo que sería manifiestamente ilegal.
Al margen de las causas legales de disolución, que por su carácter mínimo e imperativo no pueden ser excluidas en sede estatutaria (aunque sí cabría vincular la disolución a circunstancias menos exigentes que las legales, como podría ser —a modo de ejemplo— la disolución en caso de pérdidas de un tercio del capital o, en el caso de una sociedad limitada, de inactividad durante un único año), los socios pueden incorporar a los estatutos otras causas distintas de las legales.
Esta habilitación estatutaria encuentra en todo caso un límite en el respeto a los denominados «principios configuradores» del tipo social de que se trate, que deben fijarse y valorarse en función de las características tipológicas de la sociedad anónima y de la limitada. Por ejemplo, la previsión de causas estatutarias de disolución vinculadas a circunstancias personales de los socios (v. gr, fallecimiento, inhabilitación, etc.), que no parece posible en una sociedad anónima por ser ésta el arquetipo de sociedad de estructura corporativa desvinculada de las vicisitudes de sus miembros, puede admitirse sin problemas en el caso de una sociedad de responsabilidad limitada, ya que los principios configuradores de ésta permiten introducir mayores grados de personalización en la organización social (en las sociedades personalistas, de hecho, la regla es que la muerte de uno de los socios colectivos comporta la disolución de la sociedad, salvo previsión en contra: art. 222.1ª C. de C).
Al mismo tiempo, el principio mayoritario que rige tanto en la sociedad anónima como en la limitada excluye la posibilidad de prever como causa estatutaria de disolución de estas sociedades la simple denuncia de cualquiera de los socios o de un determinado porcentaje del capital social (a diferencia también de lo que ocurre en las sociedades colectivas y comanditarias constituidas por tiempo indefinido, en las que cualquier socio tiene derecho a denunciar el contrato de sociedad y a exigir la disolución.

Efectos de la concurrencia de una causa de disolución

La concurrencia de una de estas causas legales o estatutarias de disolución no opera de forma automática y suficiente (a diferencia de la disolución de pleno derecho), sino que debe ser necesariamente constatada por la Junta General de la sociedad o, en su defecto, por el juez. Cabría decir, incluso, que la concurrencia de una de estas causas ni siquiera obliga propiamente a la sociedad a disolverse. Lo que hace la Ley es establecer un riguroso sistema que en esencia trata de evitar que una sociedad incursa en causa de disolución pueda mantenerse indefinidamente en esta situación, con el fin de que se disuelva o de que adopte al menos las medidas necesarias para salir de ella. Y a estos efectos se establece un sistema común para las sociedades anónima y limitada, que se compone de tres elementos básicos: la necesaria celebración de una Junta General que acuerde la disolución o la remoción de la causa; la posibilidad de acordar la disolución judicialmente cuando la Junta no lo haga, y la responsabilidad solidaria por las deudas sociales de los administradores que incumplan cualquiera de los deberes legales que se les imponen a estos efectos.
Para lograr el acuerdo social de disolución, los administradores deben convocar la Junta General en un plazo de dos meses desde la concurrencia de cualquiera de las causas previstas en la Ley o en los estatutos, pudiendo cualquier accionista requerir a los administradores para que convoquen cuando, a su juicio, exista un motivo legítimo para la disolución, que prevén también la obligación de la sociedad de solicitar la declaración de concurso en lugar de acordar la disolución cuando la situación sea de insolvencia). Al tener carácter necesario, la disolución puede acordarse en este caso con los quorum o mayorías exigidos para los acuerdos ordinarios (a diferencia de los supuestos de disolución por decisión voluntaria de la Junta General, que como vimos deben aprobarse con los quorum y mayorías de las modificaciones estatutarias).
La Junta General no está obligada a acordar la disolución (ni a instar la solicitud de concurso, en su caso), sino que puede también adoptar los acuerdos necesarios para eliminar o remover la causa que la provoque (v. gr., aumento del capital en el supuesto de existencia de pérdidas graves o sustitución del objeto social en caso de conclusión de la empresa originaria). Es ésta una posibilidad que recoge expresamente la LSRL, que lógicamente debe admitirse por igual en el caso de la sociedad anónima.
Cuando la Junta General no adopte el acuerdo de disolución ni el de remoción de la causa de disolución, ésta puede ser declarada judicialmente (algo que en principio será necesario cuando la causa radique precisamente en la imposibilidad de adoptar el correspondiente acuerdo de disolución por paralización de los órganos sociales). Para ello se atribuye a cualquier interesado la legitimación para solicitar la disolución judicial de la sociedad en caso de falta de convocatoria de la Junta solicitada, de imposibilidad de alcanzar un acuerdo o de adopción de una decisión contraria a la disolución. Los administradores no sólo están facultados para instar la disolución judicial, sino que están obligados a hacerlo en un plazo de 2 meses cuando el acuerdo de la Junta sea contrario a la disolución (salvo que lo acordado sea, lógicamente, la remoción de la causa) o cuando el acuerdo no pudiera ser logrado.
Por último, con el fin de reforzar la efectividad de este régimen legal y de forzar a los administradores a adoptar las medidas necesarias para su cumplimiento, el sistema se completa con una previsión que reviste una extraordinaria importancia práctica: la imposición a los administradores que incumplan cualquiera de los deberes legalmente impuestos (esto es, convocar la Junta General cuando concurra una causa de disolución, solicitar la disolución judicial cuando la Junta no adopte el correspondiente acuerdo o, en caso de insolvencia, solicitar el concurso de acreedores) de una responsabilidad solidaria por las deudas sociales. No se trata aquí de un supuesto de responsabilidad por daños, como en el caso de las acciones de responsabilidad que pueden ejercitarse contra los administradores que de forma dolosa o negligente produzcan un perjuicio al patrimonio de la sociedad o al de socios o terceros, sino de una sanción o pena civil que se impone a los administradores por el hecho de incumplir los deberes que la Ley les atribuye ante la concurrencia de una causa de disolución, y consistente en hacerles personalmente responsables de las deudas de la propia sociedad. La responsabilidad nace por el simple incumplimiento de estas obligaciones legales, sin que los acreedores tengan que justificar o probar ninguna otra circunstancia.
Aunque esta responsabilidad de los administradores se vincule al incumplimiento de cualquier causa legal o estatutaria de disolución, su importancia se manifiesta fundamentalmente en los supuestos de pérdidas graves que reduzcan el patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social. Y es que esta responsabilidad opera como un importante mecanismo de tutela de los acreedores sociales, que pueden dirigirse así contra los administradores de sociedades insolventes o con graves pérdidas económicas que sigan operando en el tráfico sin adoptar las medidas precisas para lograr la disolución o la remoción de la situación de desbalance (o que no soliciten oportunamente la declaración de concurso, en su caso).
Cabría decir, que esta norma opera como un instrumento preconcursal, que aspira a garantizar que las sociedades se disuelvan mientras mantengan un patrimonio suficiente para hacer frente a todas sus deudas (mientras el capital cuente con una cobertura patrimonial, aunque sea parcial) y a evitar, en consecuencia, que acaben deslizándose hacia una situación irreversible de insolvencia.
La sanción se impone a todos aquellos que integren el órgano de administración de la sociedad en el momento en que la Junta debió ser convocada o la disolución judicial instada, salvo a los que prueben que el incumplimiento del deber no les es imputable. Además, esta responsabilidad por las deudas sociales tiene carácter ilimitado y solidario (entre los propios administradores y en relación con la sociedad), aunque sólo alcanza a las obligaciones sociales que sean posteriores a la concurrencia de la causa legal de disolución.

Efectos de la disolución

El hecho de que existan varias formas de disolución no implica que los efectos de ésta varíen en cada caso. Y es que la disolución, cualquiera que sea el modo en que se produzca, comporta como principal efecto la apertura del período de liquidación. Como aparente excepción, la LSA prevé que no se abrirá la liquidación en los casos de fusión, escisión total o cualquier otro de cesión global del activo o del pasivo (art. 266). Pero la fusión y la escisión total son formas de extinción que tienen un significado distinto al de la disolución, pues el conjunto de relaciones jurídicas de las sociedades que se disuelven en el proceso no es objeto de liquidación y se transmite en bloque y a título universal a la sociedad que suceda a éstas; en cuanto a la cesión global sólo excluye la liquidación en el sentido de simplificar sus operaciones, pues la liquidación individualizada de los distintos créditos, deudas y contratos de la sociedad se sustituye por la cesión global de todos estos elementos a un tercero.
Además, dado que la extinción de la sociedad sólo tiene lugar al cierre del proceso de liquidación, la sociedad disuelta sigue subsistiendo y mantiene su personalidad jurídica, con todos los atributos que le son propios (domicilio, denominación, autonomía patrimonial, etc.). Pero aunque la sociedad subsista con su personalidad durante el período de liquidación, no dejan de operarse en ella ciertos cambios de orden interno:
  • la actividad social, consistente en la explotación o desarrollo de una empresa, se suspende para dejar paso a una actividad puramente liquidatoria, centrada en la realización de las operaciones que permitan conseguir la liquidación y posterior extinción de la sociedad; por lo tanto, la sociedad debe tender a abandonar el ejercicio del objeto social, aunque en rigor éste no desaparece ni se sustituye;
  • se modifica la estructura orgánica de la sociedad: los administradores son sustituidos por los liquidadores, quienes como órgano de administración y de representación de la sociedad en liquidación asumen la totalidad de sus funciones; en cuanto a la Junta General, se mantiene inalterada como órgano social y queda encargada de acordar lo que convenga al interés común en relación con la marcha de la liquidación;
  • por último, se altera sustancialmente la contabilidad social, pues la obligación de formular, aprobar y depositar las cuentas anuales se sustituye por la elaboración de simples balances o estados de cuentas de liquidación, que también han de ser depositados en el RM.
La disolución también produce algunos efectos en relación a los socios: el derecho a participar en el reparto de las ganancias sociales se sustituye por el derecho a participar en el patrimonio resultante de la liquidación. Pero la disolución no modifica la posición jurídica de los acreedores sociales: no hace exigibles las deudas sociales no vencidas, no extingue ni modifica los contratos concluidos con la sociedad y no priva a los acreedores de los medios ordinarios de protección de sus derechos.

La reactivación de la sociedad disuelta

Dado que la sociedad disuelta subsiste durante el período de liquidación, es posible que aquélla decida revocar la disolución y retomar a la vida activa para continuar con el ejercicio de las actividades propias de su objeto social. Pero las condiciones de validez de esta posible reactivación no son comunes para cualquier supuesto de disolución, al depender en gran medida de la forma en que ésta se haya producido.
Antes que nada, la posibilidad de que una sociedad salga del estado de liquidación para reanudar su actividad comercial se excluye en las hipótesis de disolución de pleno derecho, como sería el caso del cumplimiento del término de duración fijado en los estatutos (o en el supuesto de las sociedades declaradas en concurso, y a mayor abundamiento, cuando se produzca la apertura de la fase de liquidación). La imposibilidad de acordar la reactivación en estos supuestos se deriva del peculiar rigor de esta forma de disolución, que produce sus efectos de forma automática y al margen de la propia voluntad de la sociedad.
Y en las demás formas de disolución, en las que en principio debe admitirse una posible reactivación, ésta debe cumplir un conjunto de requisitos. El primero va referido a la desaparición de la causa de la disolución, de tal forma que el propio acuerdo de reactivación debe adoptar, cuando sea procedente, las medidas necesarias para la remoción de la misma; así, cuando la sociedad se disuelva por acuerdo de la Junta General, la causa de disolución dejará de actuar si este acuerdo se revoca con otro posterior tomado con los mismos requisitos legales; y si la disolución se deriva de la concurrencia de una causa legítima de carácter legal o estatutario, la reactivación exigirá que previamente desaparezca o se elimine dicha causa (v. gr. modificación del objeto social en caso de conclusión de la empresa, adopción de un acuerdo de aumento o de transformación cuando la disolución provenga de la existencia de pérdidas que hayan reducido el patrimonio por debajo de la mitad del capital social, etc.). En segundo lugar, la posibilidad de acordar la reactivación queda sujeta a un límite temporal, pues sólo se permite mientras no haya comenzado el pago de la cuota de liquidación a los socios; en caso contrario, la sociedad habría dispuesto ya del patrimonio resultante de la liquidación en favor de los socios y el derecho de éstos sería irreversible. Y, por último, se exige también que el patrimonio contable de la sociedad que se reactiva no sea inferior al capital social, con el fin de garantizar la integridad o cobertura patrimonial de éste en el momento en que la sociedad retorna a su vida activa.
La cuestión más polémica que suscita la reactivación es la relativa a la tutela de los socios disconformes. En el caso de la sociedad de responsabilidad limitada, la Ley reconoce expresamente el derecho de separación a los socios que no hayan votado a favor del acuerdo [art. 95.d)], con el fin de que sus expectativas de obtener la cuota de liquidación no se vean frustradas por una reactivación acordada sin su aquiescencia. Pero en la sociedad anónima, a falta de cualquier regulación legal, la determinación de los medios de protección de los accionistas resulta incierta. Aun así, al no incluirse esta hipótesis entre las causas legales de separación, cabe entender que la reactivación sólo es posible con el consentimiento de todos los accionistas, dado que la misma modifica el fin social y afecta con ello a los derechos individuales de éstos.

La liquidación

Concepto de liquidación

La liquidación de la sociedad disuelta comprende la realización de las operaciones necesarias para satisfacer íntegramente a los acreedores sociales y, en su caso, repartir el patrimonio resultante entre los socios, al objeto de conseguir así la extinción de la propia sociedad. La liquidación es un procedimiento que comprende un conjunto de operaciones materiales y jurídicas encaminadas a dicho fin (procedimiento que en todo caso no debe confundirse con la liquidación que la Ley Concursal prevé como una de las posibles soluciones del concurso del acreedor insolvente, que se rige por sus propias reglas). Pero es también un estado jurídico, que se inicia con la disolución y que acaba con la inscripción en el RM de la extinción de la sociedad, durante el cual ésta queda sujeta a un régimen especial en relación al período de vida activa; y es que aunque la sociedad disuelta subsista con su misma personalidad jurídica, la modificación que padece en su fin social comporta numerosos cambios tanto en el orden interno como en el externo (y de ahí que las sociedades disueltas deban incluir en su denominación la expresión «en liquidación» —arts. 264 LSA y 109.2 LSRL—, con el fin de dar a conocer este hecho a los terceros).

La figura jurídica de los liquidadores

Los liquidadores son el órgano de gestión y de representación de la sociedad disuelta, y ocupan una posición jurídica semejante a la de los administradores durante el período de vida social activa. Con la disolución, éstos cesan en sus cargos y son sustituidos por los liquidadores, que asumen así las funciones gestoras y representativas de la sociedad que resultan necesarias para llevar a cabo las operaciones de liquidación.
De hecho, al margen de las diferencias que puedan existir entre ambos órganos por causa de la diversa situación de la sociedad que gestionan, la similitud sustancial de sus respectivas funciones permite extender el régimen legal de los administradores a los liquidadores, en todo aquello que no se encuentre expresamente previsto y que no sea incompatible con su especial naturaleza.
En particular, el órgano de liquidación podrá adoptar las distintas estructuras o formas de organización que se permiten para los administradores (liquidador único, varios liquidadores con facultades conjuntas o solidarias, u órgano colegiado). En todo caso, en la sociedad anónima la libre configuración del órgano de liquidación encuentra una limitación legal en la exigencia de que el número de liquidadores sea impar: aunque este requisito parece establecer una presunción en favor de la necesaria constitución de un órgano colegiado de liquidación que decida las cuestiones por mayoría, con la finalidad aparente de evitar posibles empates que pudieran paralizar el desarrollo de la liquidación, el mismo no excluye propiamente que los liquidadores puedan adoptar las demás formas de organización previstas para los administradores mientras se respete la exigencia del número impar.

Nombramiento y cese de los liquidadores

La designación de las personas que hayan de ocupar el cargo de liquidador puede estar regulada en los estatutos, que podrían prever una designación nominal o per relationem (v. gr., nombramiento como liquidadores de quienes sean administradores al tiempo de la disolución, de los socios de mayor antigüedad, etc.) o establecer las condiciones subjetivas que deberían reunir (por ej., que sean socios o profesionales de la auditoría). Pero a falta de previsión estatutaria, el nombramiento de los liquidadores corresponde a la Junta General, que en su caso debería ser aquella que acuerde la disolución.
En la sociedad limitada, estas previsiones básicas se completan con otras que tratan de prevenir la posibilidad de que la designación no se realice por cualquiera de estos dos modos y, por tanto, una posible situación de vacío en el órgano de liquidación. De esta forma, a falta de nombramiento por los estatutos o por la Junta, se prevé con carácter supletorio la conversión automática en liquidadores de quienes fueran administradores de la sociedad al tiempo de la disolución, sin necesidad de ningún requisito especial de designación o de aceptación. Y adicionalmente, se contempla también la posibilidad de solicitar la convocatoria judicial de una Junta General para el nombramiento de los liquidadores, en los supuestos en que el órgano de liquidación existente quede inoperativo por cualquier motivo, y hasta la posibilidad de solicitar la designación del propio juez cuando la misma no sea realizada por la Junta.
Pero en la sociedad anónima, que en términos generales disfruta de una disciplina menos acabada y eficiente en materia de liquidación, falta cualquier régimen equivalente para subvenir a la posible falta de designación de los liquidadores y, en particular, una norma que convierta en tales a las personas que ostenten los cargos de administración al tiempo de la disolución. En esta situación, además de poder admitirse que los antiguos administradores continúen en sus funciones hasta la designación de los liquidadores, lo procedente sería que los accionistas solicitasen del juez la convocatoria de una Junta para que procediese al nombramiento, de acuerdo con el régimen general sobre convocatoria judicial de las Juntas; y, en su caso, de forma subsidiaria, cabría plantear también la posibilidad de instar un nombramiento judicial, a instancias de cualquier persona interesada en la liquidación (un administrador, un accionista y hasta un acreedor).
En principio, el nombramiento como liquidador se hace por tiempo indefinido y dura hasta la extinción de la sociedad, salvo que los estatutos dispongan otra cosa.
Estas causas generales de cese de los liquidadores se completan en el caso de la sociedad limitada con otra específica, que en esencia trata de evitar que el período de liquidación pueda prolongarse durante un período de tiempo excesivo. De esta forma, cuando transcurran tres años desde la apertura de la liquidación sin que se someta a la Junta General la aprobación del balance final de liquidación, se faculta a cualquier socio o persona con interés legítimo para solicitar del juez la separación de los liquidadores; en estos casos, el juez debería acordar el cese cuando estime que no existen motivos que justifiquen la dilación y, al mismo tiempo, proceder al nombramiento de unos nuevos liquidadores.

Funciones de los liquidadores

Como en el caso de los administradores, las funciones de los liquidadores son de dos clases: funciones de mera gestión referidas al orden interno de la sociedad, y funciones de representación que afectan a la esfera externa de la sociedad. Todas estas funciones están preordenadas al interés final de los socios y acreedores de la sociedad disuelta, consistente en la realización de las oportunas operaciones de liquidación de las relaciones jurídicas pendientes, la división y distribución del patrimonio resultante entre los socios y la cancelación final de los asientos regístrales de la sociedad.
En concreto, corresponde a los liquidadores la representación de la sociedad en todo aquello que sea necesario para los fines de la liquidación. Esta representación legal implica que los liquidadores deben considerarse investidos de las más amplias facultades representativas para la realización de todos los actos que sean precisos para el desarrollo de las operaciones de liquidación. Por ello, y en consonancia también con la configuración legal del poder de representación de los administradores, cabe entender incluso que la sociedad quedará obligada frente a los terceros de buena fe por los actos de los liquidadores que excedan de su ámbito de representación (v. gr., realización de operaciones nuevas que no vengan requeridas por la liquidación), al margen de la posible responsabilidad de éstos en el orden interno.
En lo que hace a las modalidades de atribución del poder de representación entre los integrantes del órgano de liquidación, dependerán por principio de la estructura de éste y de las reglas legales aplicables a los administradores. Pero este principio encuentra una significativa excepción en el caso de la sociedad limitada, en la que el poder de representación se atribuye individualmente a cada liquidador, con independencia de cuál sea la estructura adoptada por el órgano, y salvo disposición contraria de los estatutos (art. 112.1 LSRL); de esta forma, lógicamente, se pretende agilizar la realización de las operaciones de liquidación, atribuyendo a cada liquidador las facultades precisas para la válida realización de éstas.
Como ocurre también con los administradores, la representación legal de los liquidadores no excluye la posibilidad de servirse al tiempo de formas de representación voluntaria, cuando la sociedad confiera apoderamientos aislados a cualquier persona para la realización de actos concretos dirigidos a facilitar la realización de la liquidación.
Por lo demás, en la sociedad anónima es posible que la labor de los liquidadores en el ejercicio de sus funciones sea objeto de fiscalización por parte de interventores, cuyo nombramiento puede realizarse por el juez a instancia de accionistas que representen más de un 5 por 100 del capital social o, por el Gobierno, cuando se trate de liquidaciones que afecten a patrimonios cuantiosos o a un gran número de accionistas y obligacionistas o que por cualquier otro motivo revistan una especial importancia (art. 270 LSA). Estos interventores tendrán una misión de vigilancia permanente y están facultados para fiscalizar la actuación de los liquidadores, ocupando una posición similar a la de un órgano de control durante el período de liquidación.

Las operaciones de la liquidación

Las operaciones de liquidación comprenden tanto actuaciones orientadas a la conservación del patrimonio de la sociedad durante el estado de liquidación, como otras de carácter dispositivo que tratan fundamentalmente de facilitar la posterior distribución del eventual haber sobrante entre los socios, una vez saldadas todas las relaciones jurídicas pendientes. Estas operaciones pueden sintetizarse como sigue:
A) Conservación del patrimonio y llevanza de la contabilidad. Dado que los liquidadores reciben los bienes sociales con la finalidad de repartirlos entre los socios previa satisfacción de los acreedores, la primera obligación que les corresponde es la de velar por la integridad y conservación del patrimonio social durante el período de liquidación. Aunque esta actividad de los liquidadores tenga que ser esencialmente conservativa, es claro que la misma habrá de desarrollarse de acuerdo con unos elementales criterios de dinamismo y de eficiencia empresarial, con el fin de evitar cualquier menoscabo en el valor del patrimonio.
Además, como complemento de esta labor conservativa del patrimonio se encuentra la obligación de los liquidadores de llevar la contabilidad de la sociedad. De hecho, la sociedad sigue obligada durante el período de liquidación a llevar una contabilidad ordenada, adecuada a la actividad desarrollada y que permita un seguimiento cronológico de sus operaciones, lo que exige que todos los actos propios de la liquidación tengan necesariamente su oportuno reflejo contable.
Este deber legal se manifiesta antes que nada en la obligación de los liquidadores de confeccionar un inventario y un balance inicial de la sociedad al tiempo de comenzar la liquidación. Mientras que el inventario tiene como finalidad establecer la relación de todos los bienes, valores y efectos que quedan confiados a los liquidadores, el balance —balance inicial o de apertura de la liquidación— deberá reflejar la situación económica de la sociedad al inicio del período liquidatorio.
Y en los supuestos en que la liquidación se prolongue por un plazo superior a un ejercicio social, los liquidadores están obligados a elaborar un «estado de cuentas» anual que permita apreciar la situación de la sociedad y la marcha de la liquidación. Este estado de cuentas —que en la sociedad limitada debe completarse con un «informe pormenorizado»— no es más que un balance adaptado a las especiales exigencias del período de liquidación que, a falta de cualquier estructura legal, podría elaborarse en la forma que los liquidadores estimen más adecuada, mientras refleje con exactitud la situación contable de la empresa de acuerdo con el valor de realización (prescindiendo del criterio de «empresa en funcionamiento»).
Este estado de cuentas no debe someterse a aprobación de la Junta General, pero ha de ser objeto de depósito en el RM, con el fin de que los terceros puedan obtener información sobre la marcha de la liquidación.
B) Conclusión de operaciones pendientes y realización de las nuevas que sean necesarias para la liquidación. Los liquidadores deben concluir las operaciones iniciadas y no terminadas al tiempo de disolverse la sociedad, pues el hecho de que ésta entre en liquidación no interrumpe ni afecta de ningún modo a la ejecución y desarrollo de los contratos que estén en curso. Pero, además, los liquidadores pueden también concertar operaciones nuevas, cuando sean necesarias para la liquidación. Esta facultad debe interpretarse por principio en sentido amplio, admitiendo la posible realización de cualquier operación nueva que, desde una perspectiva económica, facilite o agilice de cualquier modo la liquidación de la sociedad. En el límite, cabe admitir incluso la posibilidad excepcional de que los liquidadores continúen ejercitando el objeto social de forma provisional, cuando ello sea necesario para los fines de una mejor liquidación (v. gr., cuando se pretenda realizar una transmisión de la empresa o cuando resulte muy gravosa una cesación brusca de actividades).
C) Cobro de los créditos y pago de las deudas sociales. Con el fin de formar la masa o patrimonio que será objeto de distribución entre los socios, los liquidadores deben proceder al cobro de los créditos que la sociedad tenga contra terceros, utilizando para ello todos los medios que el Derecho ofrece. En el caso de la sociedad anónima, la labor de cobro se extiende también a los propios accionistas en relación a los dividendos pasivos que puedan tener pendientes, aunque solamente cuando su desembolso sea necesario para satisfacer a los acreedores.
En conexión con esta labor de cobro, los liquidadores deben proceder también al pago de las deudas de la sociedad, considerando que las mismas no sufren ninguna modificación —ni en su integridad o vencimiento— por el hecho de la liquidación. Cuando se trate de deudas vencidas, deberán satisfacerse por los liquidadores sin sujeción a orden ni prelación alguna, del mismo modo que durante el período de vida social activa. Y en el supuesto de que se trate de deudas no vencidas, es claro que la sociedad no puede imponer a los acreedores un reembolso anticipado (aunque obviamente siempre podría negociarlo); pero en este caso, para evitar que la subsistencia de créditos contra la sociedad pueda demorar excesivamente la conclusión de la liquidación, se admite la posibilidad de que los liquidadores procedan a consignar el importe de dichos créditos en una entidad de crédito o a asegurar su pago, con el fin de que el proceso liquidatorio pueda continuar sin esperar al vencimiento de las deudas.
D) Enajenación de los bienes sociales. El verdadero núcleo de la liquidación, y la principal manifestación de la actividad de carácter dispositivo de los liquidadores, consiste en la enajenación por éstos de los bienes sociales. Todos los bienes integrantes del patrimonio social (muebles e inmuebles, derechos de propiedad industrial, efectos mercantiles, etc.) podrán ser realizados, con el fin de convertirlos en numerario y de facilitar así la posterior labor de división del haber social entre los socios. En todo caso, y al margen de la posibilidad de acordar una cesión global del activo y del pasivo, cabe entender que esta enajenación de los bienes no constituye propiamente una obligación, pues siempre sería posible que todo o parte del patrimonio social fuese objeto de una división en especie entre los socios.
En la sociedad anónima se exige expresamente que la enajenación de los bienes inmuebles por los liquidadores se haga en subasta pública; pero al operar este requisito a modo de limitación legal de la facultad de los liquidadores para enajenar los bienes sociales, no parecen existir obstáculos para que la Junta General pueda dispensar de esta exigencia y establecer procedimientos de venta alternativos (aunque la jurisprudencia y la DGRN sólo admiten esta dispensa cuando medie el acuerdo unánime de los socios). En la sociedad limitada, el legislador ha prescindido de cualquier exigencia equivalente, considerando sin duda que la misma no garantiza necesariamente la obtención de las mejores condiciones económicas posibles por la venta de los inmuebles.
E) Comparecer en juicio y concertar transacciones y arbitrajes. Se trata de una manifestación de las facultades representativas de los liquidadores, que pueden tanto comparecer en juicio para la defensa de la sociedad como concertar transacciones y arbitrajes, cuando ello convenga a los intereses sociales y a los fines de la liquidación.

La insolvencia de la sociedad durante la liquidación

Al realizar las operaciones de liquidación, los liquidadores adquirirán un claro conocimiento de la situación económica de la sociedad y podrán comprobar si ésta dispone de patrimonio suficiente para satisfacer todas las deudas que tenga contraídas. De no ser así, cuando adviertan que la sociedad se encuentra en estado de insolvencia por no poder cumplir regularmente sus obligaciones, los liquidadores deberán instar la declaración de concurso de acuerdo con las reglas generales, dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubieran conocido o debido conocer dicho estado. En caso contrario, de incumplirse este deber, el concurso podría ser calificado como culpable, con la consiguiente posibilidad de que los liquidadores quedaran sujetos a las correspondientes sanciones legales (v. art. 172 LC).
Declarado el concurso, la regla es que los liquidadores continúan desempeñando sus funciones, aunque sujetos a las medidas de suspensión o de intervención por los administradores concúrsales que pueda acordar el juez (art. 48.1 LC). Pero de producirse la apertura de la fase de liquidación dentro del procedimiento concursal, se verifica automáticamente el cese de los liquidadores, que serán sustituidos entonces por la administración concursal (art. 145.3 LC). En estos casos, lo característico es que la liquidación debe realizarse, no de acuerdo con el régimen societario, sino de conformidad con el procedimiento de liquidación que regula la propia Ley Concursal.

La cesión global del activo y del pasivo

Por regla general, la liquidación de la sociedad se articula a través de una multitud de actos aislados de cobro de deudas, pago de créditos, conclusión de operaciones pendientes y enajenación singular de bienes, que acaban arrojando —en su caso— un patrimonio remanente que finalmente es objeto de división entre los socios. Pero este conjunto de operaciones se evita cuando la sociedad disuelta acuerda la «cesión global del activo y del pasivo» en favor de uno o varios socios o terceros, mediante un negocio unitario de cesión de todos los bienes, derechos y obligaciones de la sociedad que permite compatibilizar la liquidación de ésta con la continuidad de la empresa. Esta cesión global no elimina la liquidación, sino que la simplifica enormemente: lo que hace es evitar todas las tareas de la liquidación previas a la división del haber social para sustituirlas por un único acto de enajenación de todo el patrimonio, que determina la subrogación del cesionario en el conjunto de relaciones jurídicas que pertenecían a la sociedad disuelta.
La posibilidad de acordar una cesión global como operación liquidatoria queda sujeta a un conjunto de requisitos. Antes que nada, la competencia para decidir esta cesión corresponde a la Junta General, al tratarse de una operación que excede de las facultades ordinarias de los liquidadores. El acuerdo de cesión, además, queda sujeto a un particular régimen de publicidad, que trata básicamente de poner la operación en conocimiento de los acreedores tanto de la sociedad cedente como del cesionario. Y dado que estos acreedores pueden ver afectada la solvencia o las garantías de cobro de sus créditos por el hecho de la cesión, se les reconoce el derecho de oposición en los mismos términos que en las operaciones de fusión o de reducción efectiva del capital; en virtud de este derecho, que sustituye y evita al tiempo la exigencia de obtener el consentimiento individual de los acreedores para cualquier sustitución de la persona del deudor, los acreedores pueden oponerse a la cesión mientras no se les garanticen adecuadamente los créditos de su titularidad.
Además, al operar como una modalidad abreviada de liquidación, la cesión global se condiciona en su eficacia a la inscripción registral de la escritura pública de extinción de la sociedad. De esta forma, la cesión global parece concebirse por el legislador como una institución de naturaleza puramente liquidatoria, que no podría emplearse por tanto con fines de reestructuración o de reorganización empresarial y al modo de operaciones similares como la fusión o la escisión.

La aprobación por la junta de las operaciones de liquidación: el balance final

Una vez terminadas las operaciones de liquidación, los liquidadores están obligados a redactar un balance final y un proyecto o propuesta de división del haber social entre los socios, que deben someter a la aprobación de la Junta General.
El balance final de liquidación en realidad no constituye un verdadero balance, sino una cuenta de cierre que deberá reflejar con exactitud y claridad el estado patrimonial de la sociedad tras la realización de las distintas operaciones de liquidación. Y el proyecto de división del activo no deja de ser como un apéndice del balance final, pues extrae las consecuencias que se derivan de éste para realizar la división del patrimonio remanente entre los socios. En la sociedad limitada, además, estos dos documentos deben completarse con un informe completo de los liquidadores sobre las operaciones que hayan realizado con el fin de ofrecer a los socios una rendición de cuentas y una explicación detallada de la gestión realizada.
Dada la importancia del acuerdo de la Junta General que apruebe estos documentos y, con ellos, la propia liquidación realizada, se reconoce la posibilidad de los socios disconformes —pero no de los terceros— de impugnarlo, de acuerdo con el régimen ordinario de impugnación de acuerdos sociales (arts. 275.2 LSA y 118.2 LSRL; este último, sin embargo, fija a estos efectos un plazo de caducidad de dos meses, más reducido que el plazo general de un año que rige para la impugnación de los acuerdos nulos).
El balance final, además, queda sujeto en la sociedad anónima a un particular régimen de publicidad, pero no así en la sociedad limitada, en la que sólo se exige su incorporación a la escritura pública de extinción de la sociedad (art. 121 LSRL).

División del patrimonio entre los socios y cuota de liquidación

Una vez extinguidas las relaciones jurídicas con los terceros, la sociedad puede proceder a la división del patrimonio resultante entre los socios. El principal presupuesto sustantivo para acordar este reparto, en todo caso, consiste en la necesidad de satisfacer previamente a todos los acreedores o, cuando menos, de consignar o asegurar el importe de sus créditos, ya que sólo entonces existiría un verdadero remanente patrimonial de libre disposición. Pero, además, para el reparto se exige también que transcurra el término de impugnación del balance final, con el fin de garantizar la firmeza jurídica del acuerdo aprobatorio de la Junta; de ahí que este plazo pueda evitarse cuando la aprobación del balance final y de la división del activo se realicen con el voto unánime de todos los socios, pues en este caso no habría por regla ninguna persona legitimada para ejercitar una posible acción impugnatoria.
En principio, la fijación de la cuota de liquidación correspondiente a cada socio debe hacerse en proporción a su respectiva participación en el capital. Pero esta regla tiene un simple carácter dispositivo, al ser posible que los estatutos prevean privilegios para determinadas acciones o participaciones, que podrían tener derecho a una mayor cuota de liquidación o una preferencia para ser reembolsadas con anterioridad a cualquier otra. Al margen de la libertad de los estatutos para configurar el contenido de estos privilegios, un ejemplo de privilegio legal se encuentra en las acciones sin voto que pueden emitir las sociedades anónimas, que entre otras cosas confieren a su titular el derecho en caso de liquidación de la sociedad a obtener el reembolso del valor desembolsado con anterioridad a la distribución de cualquier otra cantidad al resto de las acciones. En la propia sociedad anónima, además, en la que pueden existir acciones que no estén íntegramente liberadas, la distribución a los socios debe hacerse descontando esta circunstancia, con el fin de ajustar las cantidades repartidas en función de la aportación que haya sido efectivamente realizada por cada accionista.
Por lo demás, aunque la cuota de liquidación se conciba en principio como el derecho a una suma de dinero, debe admitirse la posibilidad de realizar una división in natura o en especie. Pero esta posibilidad se condiciona legalmente al acuerdo unánime de todos los socios en la sociedad limitada, en la que cabe también reconocer el derecho de los socios a obtener en sede de liquidación la restitución de las aportaciones no dinerarias que hayan podido realizar o la entrega de cualquier otro bien social.

La extinción de la sociedad. Activo y pasivo sobrevenidos

Una vez satisfecha la cuota de liquidación a los socios, los liquidadores deben otorgar la escritura pública de extinción de la sociedad, en la que en esencia deben recogerse todos los presupuestos que permiten poner de manifiesto la regularidad —cuando menos formal— del proceso de liquidación. Esta escritura debe entonces inscribirse en el RM, en el que deben depositarse también los libros y documentación de la sociedad. Y es con la cancelación de los asientos regístrales de la sociedad cuando se produce propiamente la extinción de ésta, sin que sea posible una posterior reapertura de la liquidación ni siquiera en los casos en que la extinción no haya ido precedida de una liquidación real de la totalidad de las relaciones jurídicas mantenidas por la sociedad.
En efecto, una vez cancelada la sociedad, es posible que existan activos y pasivos sobrevenidos, cuando aparezcan bienes no repartidos o deudas que hayan quedado sin satisfacer. Pero ni siquiera en estos casos, que obviamente denotan la comisión de defectos u omisiones en la liquidación, se permite la reapertura de ésta, pues el legislador ha dispuesto otras medidas que salvaguardan la consolidación de la liquidación y extinción de la sociedad. Así, cuando aparezcan bienes que no hayan sido objeto de reparto, los liquidadores deberán adjudicar a los antiguos socios la cuota adicional que les corresponda, en su caso previa enajenación de los bienes y su conversión en dinero. Y en caso de pasivos sobrevenidos, cuando lo que existan sean deudas no satisfechas, se prevé la responsabilidad frente a los acreedores de los antiguos socios hasta el límite de la cantidad que hubieran recibido como cuota de liquidación, sin que se obligue por tanto a aquéllos a solicitar la anulación de las operaciones de liquidación y de la consiguiente cancelación de la sociedad. Adicionalmente, además, los acreedores podrían ejercitar también una acción de responsabilidad por daños contra los liquidadores, considerando que la existencia de pasivos sobrevenidos podría ser indicativa de una negligencia en el ejercicio de sus funciones.
Al margen del régimen general, existe también un supuesto de extinción de la sociedad que es característico de la normativa concursal. En efecto, cuando la sociedad haya sido declarada en concurso de acreedores y el procedimiento concluya por inexistencia de bienes y derechos de la sociedad concursada, la propia resolución judicial que declare la conclusión acordará la extinción de la sociedad y la cancelación de sus asientos regístrales; en este caso, de producirse la eventual reapertura del concurso, ésta se limitaría a la liquidación de los bienes y derechos que hubieran aparecido y al pago de los correspondientes créditos.

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