miércoles, 29 de enero de 2014

LECCIÓN 12.- UNIONES DE EMPRESAS Y GRUPOS DE SOCIEDADES.

Tipología de las vinculaciones entre empresas

Consideraciones generales



La fenomenología de las uniones o vinculaciones entre empresas que registra la vida de los negocios presenta tal riqueza y variedad que no es posible clasificarla con arreglo a un único criterio o explicarla en atención a un único factor. La experiencia muestra, en efecto, que no todas las vinculaciones son concentrativas en el sentido genuino del término, es decir, en el sentido de hallarse preordenadas para producir la integración empresarial. A menudo, obedecen a propósitos de otra naturaleza: de cooperación (agrupación de esfuerzos para mejorar las actividades propias); de coordinación (regulación de las relaciones de competencia); o de simple racionalización (reestructuración de la organización empresarial).
No hay que descartar, sin embargo, que en muchos casos esos objetivos —cooperación, coordinación, racionalización y concentración— se solapen o superpongan.

Uniones consorciales

Las denominadas uniones consorciales son probablemente las formas de vinculación empresarial menos intensas. No tienen por objetivo unificar las políticas empresariales de las empresas agrupadas, sino arbitrar mecanismos de cooperación aptos para promover o facilitar el desarrollo de sus propias actividades. Los consorcios se constituyen, en efecto, para abaratar determinados costes de explotación de las empresas asociadas (por ej., los costes relativos a la comercialización de un producto o a la implantación de un sistema informático) o para afrontar inversiones que exceden de la capacidad financiera o del nivel de riesgo que puede asumir cada una de ellas (por ej., un programa de investigación en I+D o la apertura de una oficina común en el extranjero). La causa que los anima es una causa mutualista, y ello con independencia de la forma jurídica que adopten, que puede ser muy variada:
  • El ordenamiento societario cuenta con algunas figuras ad hoc, específicamente pensadas para cumplir fines consorciales. Una de ellas es la cooperativa de empresarios (por ej., las cooperativas farmacéuticas o de minoristas); pero aquí hemos de destacar sobre todo la agrupación de interés económico, cuya finalidad legal típica es precisamente «facilitar el desarrollo o mejorar los resultados de la actividad de sus socios» (art. 2.1 LAIE).
  • Otra figura que merece ser recordada en este contexto es la unión temporal de empresas. Prevista en la Ley 18/1982 sobre Régimen Fiscal de Agrupaciones y Uniones Temporales de Empresas, su cometido es arbitrar un «sistema de colaboración entre empresarios (...) para el desarrollo o ejecución de una obra, servicio o suministro». Dentro de las distintas formas de consorcios, la unión temporal está orientada a facilitar aquellas modalidades de cooperación interempresarial necesarias para llevar a cabo obras que, por su envergadura, sobrepasan las capacidades individuales de quienes la forman. No es de extrañar, por ello, que se hayan desarrollado especialmente en el sector de las obras públicas y construcción de grandes infraestructuras.
  • Como figura consorcial, cabe destacar igualmente la sociedad civil, que ofrece cobertura a las modalidades de cooperación interempresarial más rudimentarias y también más difundidas en la práctica: las ocasionales y las no necesitadas de una organización compleja (v. gr., el acuerdo de dos empresas para realizar conjuntamente una campaña publicitaria o para adquirir y usar en común maquinaria muy costosa). La vida de los negocios registra, en efecto, una incontable variedad de acuerdos de cooperación entre empresas que, no obstante el silencio de los contratos, debe reconducirse al esquema de la sociedad civil interna (art. 1.669 CC). Por su interés para el estudioso del Derecho mercantil, habría que destacar los llamados «créditos sindicados» y los «consorcios de emisión», cuyas variantes fenomenológicas son innumerables. Se trata básicamente de su puestos en que dos o más bancos se asocian a fin de realizar operaciones propias de su actividad: por ejemplo, la concesión de un crédito por lo general muy cuantioso o la colocación de emisiones de acciones u obligaciones. Aun cuando no siempre se reconoce así, la naturaleza societaria de estas operaciones parece indiscutible a la vista del fin común consorcial que las anima y de la circunstancia de que el resultado negocial perseguido sólo puede alcanzarse mediante la colaboración de todos. En todo caso, se trata de una sociedad interna (ad extra hay en esa entidad independencia de relaciones jurídicas), meramente ocasional y que carece de patrimonio común.
  • Finalmente, ha de recordarse que las uniones consorciales pueden arbitrarse, además, a través de cualquiera de los tipos societarios generales que conoce el Derecho mercantil, desde la sociedad colectiva a la sociedad anónima.

Sindicatos y cárteles

Los sindicatos y cárteles entrañan un grado mayor de unificación de las políticas empresariales de las sociedades que los suscriben, puesto que sus objetivos típicos son coordinar las estrategias de las empresas con el fin de regular y, en definitiva, de reducir o excluir la competencia entre ellas. Las modalidades de aparición son muy variadas, en función de que busquen establecer precios (cárteles de precios) o condiciones de venta unitarias; limitar la producción o asignar a cada empresa una determinada cuota de producción (cárteles de contingentación); distribuir territorialmente los mercados (cárteles de reparto de mercados); estandarizar los productos (cárteles de racionalización); repartirse la actividad dentro de un proceso productivo (cárteles de especialización); organizar la venta en el extranjero (cárteles de exportación); etc.
Bajo el cártel se esconde normalmente, aunque no necesariamente, un contrato de sociedad. La razón de esta calificación se halla en la existencia de un fin común, que se cifra en la intención de influir sobre el mercado (el hecho de que cada partícipe aspire a obtener una ventaja individual no es incompatible con la existencia de un fin común stricto sensu). La sociedad civil (interna) constituye la forma usual de los cárteles simples dirigidos a fijar precios y condiciones unitarias o a repartirse los mercados a través de acuerdos meramente obligatorios que no trascienden al exterior. No obstante, en algunas ocasiones, cuando el cártel está llamado a tener relaciones externas, las partes suelen recurrir a formas societarias con personalidad jurídica y, en especial, a la sociedad anónima y la sociedad limitada. Esto ocurre normalmente cuando el cártel o sindicato se constituye con un órgano central de vigilancia y control, de distribución de productos, de centralización de ventas, etc. En tales supuestos, el grado de unificación de las empresas vinculadas es mayor, puesto que su autonomía se supedita a las directrices y consignas de ese órgano central.
No hace falta decir que la sociedad normalmente será nula por infracción de la prohibición de las prácticas colusorias contenida en el art. 1 de la LDC.

Alianzas estratégicas, comunidades de intereses y grupos de sociedades

De todas las figuras anteriores han de separarse aquellas uniones de empresas directamente establecidas con el fin de influir en la gestión y, por tanto, con el efecto de reducir la autonomía económica y organizativa de sus miembros. Aun cuando el objetivo explícito de estas uniones es la unificación de las políticas empresariales, pueden distinguirse diversos grados de intensidad. Cabe mencionar, en primer lugar, las comunidades de ganancias o pools, en cuya virtud dos o más empresas acuerdan poner en común sus ganancias durante un determinado periodo contable o de manera indefinida y distribuirlas de conformidad a determinados criterios. Las ganancias objeto del acuerdo pueden ser todas, aunque a menudo se limitan a las generadas en una determinada rama de actividad. Frecuentemente, también se complementa la pura comunidad de ganancias con acuerdos de intercambio de información, de clientes o de tecnología, con el establecimiento de participaciones recíprocas, con el nombramiento de administradores cruzados e incluso con el compromiso de gestionar en común las distintas empresas.
De esas comunidades de ganancias y comunidades de intereses no es fácil separar lo que en medios financieros acostumbran a denominarse alianzas estratégicas, cuya finalidad consiste normalmente en sentar las bases de políticas empresariales —sectoriales o generales— comunes. Los acuerdos que están en la base de dichas alianzas suelen reforzarse con intercambios de información, de administradores, de participaciones o de activos industriales especialmente valiosos y, con frecuencia, constituyen el primer paso en el camino hacia una mayor integración a través de la fusión o de la creación de un grupo de empresas.
Desde el punto de vista jurídico, todas estas combinaciones —comunidades de ganancias, comunidades de intereses, alianzas estratégicas, etc.—, en la medida en que normalmente se reflejan en acuerdos puramente obligatorios entre las partes, deben calificarse como sociedades civiles internas. No hay que descartar, sin embargo, que se recurra a tipos societarios externos, sean consorciales (por ej., la agrupación de interés económico) o generales (sociedad anónima o limitada), con el fin de crear un órgano de gestión común.
En el tramo final de la escala de las vinculaciones empresariales encontramos el grupo de sociedades, que se caracteriza precisamente por un mayor grado de unificación de la política empresarial de las empresas agrupadas.

Referencia a la joint venture o sociedad conjunta

Las distintas formas de integración empresarial que hemos descrito para ordenar las vinculaciones entre empresas son parte de una tipología fluida donde no es fácil trazar fronteras. De hecho, según advertíamos, los fines buscados con las distintas formas de vinculación a menudo se solapan o superponen. Una muestra muy ilustrativa de esta polivalencia funcional de las formas de vinculación nos la ofrece la joint venture o sociedad conjunta, que puede constituirse tanto con fines de cooperación, como de coordinación, como de concentración stricto sensu. Por esta razón, desde el punto de vista del Derecho de la competencia, el problema característico que presentan las sociedades conjuntas consiste en determinar si están fuera de la disciplina protectora de la libre competencia, si quedan comprendidas en el ámbito de las prácticas colusorias o si caen bajo el control de concentraciones.
La figura de la joint venture abarca una gama amplísima de acuerdos de colaboración entre empresas y puede dar lugar a acuerdos de naturaleza puramente contractual o dar origen a una nueva sociedad. El caso paradigmático es el de las filiales comunes. En su expresión más típica, la filial común constituye una sociedad —generalmente una sociedad anónima o de responsabilidad limitada— constituida y participada al 50 por 100 por dos empresas o grupos de empresas con el objeto de introducirse en un nuevo mercado (por ej., una compañía extranjera se asocia con un socio «local» para aprovechar su red de distribución); para desarrollar un nuevo producto (dos compañías automovilísticas se asocian para desarrollar un nuevo prototipo); o para cualquier otro fin de interés común. La sociedad conjunta constituye a menudo un reto para el abogado o profesional del Derecho, pues ha de elaborar los estatutos de la sociedad y, en su caso, los pactos parasociales de los socios, con el fin de reglamentar el reparto de los poderes de gestión, de los beneficios (que a menudo no coinciden con la proporcionalidad del voto), los derechos de veto y las formas arbitrales para salir de las situaciones de bloqueo en las votaciones.
La constitución de la joint venture viene precedida de ordinario por un acuerdo entre las partes en el que establecen las bases de la colaboración (joint venture agreement). El acuerdo recoge la decisión de crear la nueva sociedad, sus objetivos y las reglas básicas de su organización y funcionamiento. Este acuerdo preliminar —un verdadero precontrato— debe calificarse como sociedad civil interna, que tiene por objeto la fundación de la sociedad conjunta. La sociedad civil se extingue, como es natural, cuando se cumple el fin social, es decir, cuando se constituye la joint venture.

Significado general de los grupos de sociedades

La noción de grupo de sociedad: unidad doctrinal versus variedad legal

La figura prominente dentro de la fenomenología de las vinculaciones empresariales es, sin duda alguna, el grupo de sociedades, que puede definirse como la organización de varias sociedades jurídicamente independientes bajo una dirección económica unitaria. Los elementos básicos de esta definición son dos. El primero viene dado por la independencia jurídica de las sociedades que forman parte del grupo; las sociedades agrupadas mantienen, en efecto, su autonomía jurídica tanto en el ámbito patrimonial como en el ámbito organizativo. El segundo elemento, consiste en la unidad de la dirección económica de las sociedades agrupadas; sólo cabe hablar de grupo, en efecto, cuando la diversidad de sus miembros está efectivamente sujeta a la unidad de dirección, de tal modo que, en realidad, existe una estrategia general del conjunto fijada por el núcleo dirigente que articula la actividad de todas las sociedades.
La dirección unitaria determina la sujeción de las empresas agrupadas a una política empresarial común, que puede afectar a uno o más aspectos de la actividad (política de producción, política comercial, política de personal, etc.). En todo caso, para que efectivamente pueda hablarse de una dirección unitaria parece necesario que al menos se hallen centralizadas las decisiones financieras (decisiones sobre necesidades de capital y modos de cubrirlas, sobre políticas de dividendos y reservas, sobre redistribución de recursos financieros del grupo entre unos y otros proyectos presentados por las distintas sociedades, etc.). Conviene advertir que, con arreglo a este planteamiento, que en general es pacífico en la doctrina, lo específico del grupo de sociedades no se halla propiamente en la existencia de una situación de dominio o control de unas sociedades por parte de otras (sociedades dominantes y sociedades dependientes), sino en la existencia de una efectiva dirección económica unitaria.
Es cierto, sin embargo, que algunos textos legales que delimitan en nuestro ordenamiento la noción de grupo no se fijan en la «dirección económica unitaria», sino que se conforman con la existencia de una «relación de dominio o control». Otros preceptos, sin embargo, delimitan la noción de grupo atendiendo al criterio de la dirección unitaria efectiva. La «unidad de decisión» se presume siempre y cuando exista una «relación de control», que se produce cuando una sociedad —la sociedad dominante— se encuentre en alguna de las siguientes situaciones en relación a otra sociedad —la sociedad dependiente—:
  • poseer la mayoría de los derechos de voto;
  • poder disponer, en virtud de acuerdos celebrados con otros socios, de la mayoría de los derechos de voto;
  • haber designado exclusivamente con sus votos a la mayoría de los miembros del órgano de administración, que desempeñen su cargo en el momento en que deban formularse las cuentas consolidadas y durante los dos ejercicios inmediatamente anteriores.
La norma previene asimismo que los casos anteriores no son numerus clausus. En su apartado segundo dispone que «se presumirá igualmente que existe unidad de decisión cuando, por cualesquiera otros medios, una o varias sociedades se hallen bajo dirección única. En particular, cuando la mayoría de los miembros del órgano de administración de la sociedad dominada sean miembros del órgano de administración o altos directivos de la sociedad dominante o de otra dominada por ésta».

Tipología básica de los grupos de sociedades

Si reservamos la noción de grupo para referirnos a aquellos supuestos en que una pluralidad de empresas queda sujeta a una dirección económica común, resulta claro que la tipología básica de los grupos de sociedades ha de ordenarse en función del origen y naturaleza de esa dirección económica común o unitaria. Bajo esta perspectiva, pueden ensayarse varias clasificaciones.
La primera distingue entre grupos de derecho y grupos de hecho. Los grupos de derecho serían aquellos que resultan de la adopción de los cauces jurídicos específicos eventualmente previstos para la creación del grupo (por ej., un contrato de dominación), y a cuya organización y funcionamiento se ha de aplicar un régimen jurídico excepcional que deroga ciertas reglas generales del Derecho de sociedades (se legitima el poder de dirección de la sociedad dominante; se subordina el interés de las sociedades al interés del grupo), estableciendo, en contrapartida, mecanismos de protección para los socios minoritarios y los acreedores sociales. A diferencia de lo que sucede en otros ordenamientos, en nuestro Derecho no están regulados —hecha excepción del «grupo de cooperativas» ya referido— estos cauces con carácter general y, por tanto, en rigor, tiene poco sentido hablar de grupos de derecho. La única figura relevante en nuestro tráfico es la del grupo de hecho. Los grupos de hecho, como se ha dicho con acierto, se definen negativamente por fundarse en circunstancias de variada índole —participaciones mayoritarias, acuerdos parasociales, uniones personales, etc.— a los cuales la Ley no asocia, en principio, ningún régimen jurídico específico sobre esos grupos.
Más significativa es la clasificación basada en la naturaleza de las relaciones de las que nace o en las que se apoya la dirección común. Bajo esta perspectiva, pueden distinguirse los grupos dominicales, los grupos contractuales y los grupos personales. Los más importantes son los grupos dominicales, así llamados por fundarse el control y la efectiva dirección de la sociedad matriz en la propiedad de las participaciones de las sociedades dependientes. Lo distintivo en ellos es que la sociedad dominante ostenta, directa o indirectamente, la titularidad del paquete de control.
Los grupos contractuales se caracterizan porque en ellos la dirección común o unitaria tiene su origen en relaciones contractuales entre la sociedad dominante y las sociedades dependientes. La tipología de esos contratos es muy variada. De un lado, han de incluirse en esta categoría los denominados contratos de empresa, como el contrato de atribución de ganancias (por el cual una sociedad se obliga a transferir sus ganancias a otra sociedad, a cambio de que aquélla le asegure ciertos rendimientos), el contrato de arrendamiento o cesión de la explotación de la empresa (por el cual una sociedad cede a otra la explotación y disfrute de la empresa contra un determinado precio), el contrato de gestión de empresa (por el cual una sociedad se obliga a gestionar los negocios de otra sociedad en nombre y por cuenta de ésta), entre otros. De otro lado, también pueden integrarse en esta categoría aquellos contratos ordinarios que, en casos concretos, son igualmente susceptibles de crear relaciones de dependencia o sumisión a una dirección económica única entre sociedades (contratos de licencia, contratos de suministro, contratos de préstamo, contratos de distribución, etc.). Y, del mismo modo, deben incluirse en esta categoría los contratos que están en la base de buena parte de los llamados grupos de coordinación, a los que aludiremos en seguida.
Los grupos personales se distinguen, en fin, por tener su origen en relaciones personales. La dirección económica unitaria se funda en la identidad o comunidad de los administradores. No es que los administradores coincidan porque hay grupo. Antes al contrario: hay grupo porque los administradores coinciden. La coincidencia se basa normalmente en razones familiares o financieras. Algunos preceptos de nuestra legislación contemplan esta hipótesis al presumir, adecuadamente, la existencia de un grupo cuando se produce una comunidad de la mayoría de administradores.
Una tercera clasificación, fundada en la estructura de la dirección común, distingue entre los grupos de subordinación y los grupos de coordinación. El grupo de subordinación —o grupo vertical— es el grupo por excelencia y, de hecho, la mayor parte de la fenomenología que nos muestra la práctica se ajusta a este modelo de organización. Estos grupos se caracterizan por hallarse las sociedades agrupadas en una relación jerárquica de dependencia entre sí. Hay una sociedad dominante y, por debajo, están las sociedades dependientes. En cambio, lo específico de los grupos de coordinación —o grupos horizontales— es su estructura democrática o, si se prefiere, paritaria. En este caso, en efecto, las sociedades agrupadas, aun cuando se hallen sujetas a una dirección económica unitaria, se mantienen independientes y, como tales, participan en la definición de la política empresarial común. Las sociedades transfieren voluntariamente las competencias decisorias a una instancia superior de dirección de la que forman parte en pie de igualdad. Y la forma de articulación de esa instancia central, a la que se responsabiliza de la coordinación de las actividades de las sociedades agrupadas, puede traducirse en la creación de una sociedad, que actuará como órgano especial de dirección o asumirá modalidades más discretas con eficacia meramente interna, en cuyo caso nos hallaremos nuevamente ante una sociedad civil interna.

Función económica de los grupos de sociedades

En muchos casos, la formación del grupo de sociedades es el resultado de un proceso de concentración económica (integración lateral, vertical u horizontal). Así sucede, desde luego, cuando el grupo se forma externamente, es decir, cuando una sociedad adquiere el control sobre otras sociedades mediante la adquisición de la mayoría del capital (por ej., mediante una OPA) o mediante otras técnicas contractuales o personales. Sin embargo, no hay en rigor integración o concentración económica cuando el grupo se origina internamente, mediante la reorganización de una sociedad en filiales (segregación de activos) o por medio de la paulatina constitución de nuevas sociedades para diversificar el crecimiento de la empresa y encauzar la explotación de las nuevas oportunidades de negocio que van presentándose.
Por tanto, frente a lo que a menudo se afirma, el fenómeno de los grupos no puede asociarse exclusivamente a la concentración económica. De hecho, incluso en los supuestos de génesis externa, el grupo no se caracteriza específicamente por su función concentrativa, ya que ésta puede realizarse o alcanzarse a través de otras vías alternativas y, señaladamente, a través de la fusión. Es de observar, por ello, que la especificidad del grupo de sociedades no radica tanto en la concentración de activos empresariales (el grupo no es una cuestión de tamaño), sino en la racionalización de la estructura de la empresa (el grupo es una cuestión de organización). En este sentido, el grupo de sociedades ha de verse sobre todo como una forma de empresa —la empresa policorporativa— y, bajo ese punto de vista, entenderse como una respuesta organizativa de las fuerzas del mercado a las exigencias de racionalización que impone el crecimiento de las empresas en dimensión, complejidad, nivel de actividades e implantación territorial.
Los factores que intervienen en ese proceso de racionalización son de muy diversa índole. Entre ellos destacan, en primer lugar, la diversificación de riesgos. Los grupos se forman a menudo con el fin de reducir el riesgo empresarial: fragmentando la empresa en distintas unidades, con personalidad jurídica propia, se crean compartimentos estancos y se aminora el riesgo general de insolvencia (el concurso de una unidad no contagia a las demás). No obstante, la diversificación de riesgos puede ser también geográfica. Y en este caso, la organización del grupo mediante sociedades «nacionales» o «regionales» limita los riesgos asociados a cada de una de las economías nacionales o regionales a las filiales que operan en ellas. Otro factor a tener en cuenta en la génesis de los grupos es la especialización de actividades. Las estructuras de grupo se revelan, en efecto, especialmente indicadas para los llamados «conglomerados empresariales», pues las exigencias de dirección y gestión de las múltiples y distintas actividades económicas pueden atenderse mejor mediante estructuras jurídicas independientes. Y, finalmente, también suele ser determinante en la formación de los grupos la flexibilización de la organización. Ello es así, de modo especial porque la división de la empresa en unidades jurídicas independientes facilita la descentralización de la administración (la cercanía de las decisiones a los centros de interés).

Problemática jurídica de los grupos de sociedades

Planteamiento de la cuestión: el desfase entre el Derecho de sociedades y la realidad de los grupos de sociedades

Una vez delimitados los contornos económicos del fenómeno de los grupos, hemos de analizar su problemática jurídica, y la primera cuestión que se presenta en este ámbito consiste precisamente en discernir por qué resulta jurídicamente relevante el grupo de sociedades. La respuesta a este interrogante tiene que ver con el desfase existente entre la estructura del Derecho de sociedades y la realidad organizativa y patrimonial de las sociedades que forman parte de un grupo. El Derecho de sociedades ha sido construido tradicionalmente bajo el modelo de una sociedad independiente, con una voluntad social propia formada en el seno de sus órganos y actuando en persecución de un interés social autónomo. Al introducirse el grupo en este escenario, se producen algunas distorsiones que es necesario reajustar y algunas deficiencias que es necesario suplir. Un buen ejemplo de las primeras son las distorsiones contables, que tratan de reajustarse o corregirse mediante la obligación de consolidar las cuentas. Pero es probablemente en el terreno de las deficiencias donde se sitúan los problemas más graves. La intervención del grupo determina importantes lagunas de protección que, como frecuentemente sucede en la experiencia jurídica, están llamadas a ser colmadas por la doctrina y la jurisprudencia en el ámbito del desarrollo del Derecho secundum legem. Las mencionadas lagunas de protección se registran tanto en el centro como en la periferia del grupo:
  • En el centro —en la sociedad dominante—, porque la organización de la empresa bajo la estructura de grupo erosiona intensamente las competencias de la Junta General y, por tanto, el papel de los accionistas. La razón de ello se comprende fácilmente: la transferencia de la explotación empresarial a sociedades filiales desapodera a la junta general de accionistas de la sociedad matriz de las decisiones de su incumbencia sobre esos activos. Las competencias pasan al órgano de administración de esa sociedad dominante, órgano que concurre a las Juntas Generales de las sociedades dependientes en representación de la matriz. Esta circunstancia determina la necesidad de configurar instrumentos de protección de los accionistas de la sociedad matriz.
  • En la periferia del grupo, las lagunas de protección surgen como consecuencia de la quiebra de la autonomía de las sociedades filiales. Esta quiebra se advierte tanto en el plano organizativo como en el plano patrimonial. En el plano organizativo, porque la sociedad se ve sujeta a una dirección externa, cuya determinación queda en buena medida fuera de la esfera de influencia y decisión de sus órganos de gobierno. La Junta General queda vaciada de contenido; es como un órgano fantasma, la longa manus del órgano de administración central. Algo similar ocurre con el órgano de administración, que queda muy limitado o mediatizado por su dependencia jerárquica de la dirección del grupo. También corre riesgo de alterarse la ley que preside la organización y gestión de la sociedad filial —el interés social— a manos de la ley que preside la organización y gestión del conjunto —el interés del grupo—.
En el plano patrimonial, la autonomía de cada sociedad queda también expuesta al riesgo permanente de resultar desbaratada por las políticas de transferencias que tienen lugar en ese mercado interno que surge dentro del grupo: transferencias de activos de una sociedad a otra; transferencias de capitales; transferencias de actividad; transferencias de personal; transferencias de pérdidas o de ganancias. Es sabido que los grupos suelen ajustar los intercambios y transferencias en función de conveniencias estratégicas, que generalmente coinciden con los intereses de la sociedad dominante. Por ejemplo, los beneficios aflorarán allí donde convenga hacerlos aflorar, que puede ser en la sociedad dominante o en otra sociedad filial.
Esta ruptura de la autonomía organizativa y patrimonial desemboca en la imperiosa necesidad de buscar mecanismos de protección para los socios externos de las sociedades filiales (es decir, para los socios minoritarios de las sociedades filiales) y, en ocasiones también, para los propios acreedores de las sociedades filiales.

La formación del grupo de sociedades y la protección de los accionistas de la sociedad dominante

La formación del grupo de sociedades tiene lugar a menudo mediante la fundación de nuevas sociedades o la adquisición de otras ya preexistentes que explotan negocios incluidos en el objeto social.
El crecimiento de la empresa por esta vía determina una cierta limitación de las competencias de la Junta General y, por tanto, de los derechos administrativos de los accionistas de la sociedad matriz, toda vez que las decisiones soberanas en relación a esas sociedades del grupo quedan de hecho transferidas al órgano de administración. Consciente de los riesgos que pueden entrañar estas prácticas, el ordenamiento disponía hasta hace poco de una cautela ad hoc, a decir verdad más formal que material. Nos referimos a la denominada cláusula de objeto indirecto recogida en el art. 117.4 del Reglamento del RM de 1989, en cuya virtud la posibilidad de desarrollar la empresa mediante sociedades filiales quedaba supeditada a la existencia previa de la correspondiente autorización estatutaria. Pero la cláusula fue suprimida en la reforma reglamentaria de 1995, por lo que ahora ha de entenderse —de conformidad con la doctrina tradicional— que el órgano de administración está sin más facultado para fundar o adquirir sociedades filiales, siempre y cuando su objeto coincida con el de la sociedad dominante. La reforma de la reforma, controvertida sobre todo por aquellos que veían en el viejo art. 117.4 del Reglamento del RM una pieza adelantada del Derecho de grupos por venir, ha de considerarse acertada. Los inconvenientes prácticos que ocasionaba la cláusula de objeto indirecto eran muy superiores a sus ventajas. El problema que trataba de atajar no reviste, por lo demás, especial gravedad, puesto que al fin y al cabo la formación del grupo por esa vía no afecta al corazón del negocio, que continúa en manos de la sociedad matriz.
El verdadero problema se presenta cuando la formación del grupo afecta al corazón del negocio, es decir, cuando conduce a hurtar a la sociedad matriz y, por tanto, a sus accionistas el control directo de partes sustanciales de la explotación. El supuesto paradigmático se presenta con las llamadas operaciones de «filialización», que tienen lugar cuando una sociedad operativa se reestructura como sociedad holding.
La estrategia empleada a tal fin consiste en segregar los activos industriales o comerciales que constituyen la base de la explotación a favor de una o varias filiales de nueva constitución. La sociedad aporta sus activos y, a cambio, obtiene las acciones o participaciones de las filiales.
Los riesgos asociados a estas operaciones de reorganización son manifiestos. El origen de todos ellos, según se ha recordado ya, radica en la alteración material de la distribución de competencias entre los órganos de la sociedad que traen consigo. Dicha alteración se traduce en el incremento de los poderes del órgano administrativo y en el correlativo debilitamiento de las facultades de la Junta General, a la que de este modo se sustraen, por ejemplo, las decisiones sobre política del capital o sobre política de dividendos. En efecto, si la sociedad matriz queda reducida a una pura sociedad holding, la captación de recursos para acometer nuevos proyectos de inversión a través de las oportunas ampliaciones de capital se decidirá en las sociedades industriales operativas y, por tanto, la decisión quedará en manos de los administradores, que son los encargados de gestionar las participaciones de la sociedad matriz. Lo propio sucederá con la política de dividendos. Si el órgano de administración pretende no distribuir dividendos, le bastará con reservar en la filial todos sus beneficios. De esta manera, no lucirán en el balance de la holding y, por tanto, no podrán ser distribuidos. Los accionistas quedan privados de su facultad de aplicar el resultado.
Esta notable laguna de protección debe ser colmada por la doctrina del Derecho de grupos, y a tal efecto parece imprescindible devolver a la competencia de los accionistas de la sociedad matriz las decisiones de filialización. En este sentido, es obligado entender que la segregación de activos sustanciales de la explotación no es un simple acto de gestión empresarial que pueda ser decidido por los administradores de la sociedad. Es un acto de reorganización empresarial y, siendo así, las más elementales exigencias de la razón jurídica están a favor de que sea la Junta General el órgano competente para aprobarlo, máxime si se tienen en cuenta sus consecuencias limitativas de los derechos y poderes de los accionistas. Así lo tiene reconocido ya, aunque sea obiter dicta, la propia DGRN.
No obstante, una adecuada protección de los accionistas exige, a nuestro modo de ver, alguna garantía adicional. Conscientes de ello, algunos tratadistas han considerado que la filialización, en la medida en que determina la transformación de una sociedad operativa en sociedad holding, comporta una alteración radical del objeto social —la sustitución de un objeto de explotación industrial por un objeto de administración de participaciones— y que, por tanto, hace merecedores a los accionistas de la protección dispensada por el ordenamiento para el caso de sustitución del objeto social. De acuerdo con este planteamiento, a los accionistas ausentes o disidentes debería reconocérseles el derecho de separación.

La protección de los socios externos de las sociedades filiales

El segundo problema fundamental del Derecho de grupos viene dado por la laguna de protección de los socios de la sociedad filial y, en particular, de los denominados socios externos. Los grupos de sociedades se caracterizan por la heterogeneidad de su masa social: de un lado, están los socios internos o socios de control, cuyo interés es maximizar el beneficio del grupo y, de otro, los socios externos, normalmente apartados de la gestión, cuyo interés consiste en maximizar el rendimiento de la sociedad en la que han hecho sus inversiones. Todos los problemas que se presentan en este contexto tienen su origen, en última instancia, en las dificultades existentes para conciliar el interés social y el interés del grupo. Es cierto que en muchos casos no tiene por qué haber oposición: una manera de maximizar el interés del grupo es maximizando el interés de todas sus unidades. Pero no lo es menos que en muchos otros surgirá la tensión, y cuando ello suceda la Junta General y el órgano de administración de la sociedad filial se verán inclinados, cuando no impelidos, a adoptar acuerdos o a realizar transacciones —v. gr.: transferencias intragrupo— que, por más que beneficien al grupo, resultan lesivos para la sociedad filial y, consiguientemente, para los socios externos. Por ello, es también misión de la doctrina de los grupos de sociedades ponderar el alcance de estos posibles conflictos y elaborar los remedios de que echar mano cuando se presenten. En nuestra opinión, hay que considerar por lo menos las siguientes posibilidades:
a) La primera se funda en las acciones de impugnación de los acuerdos y en las acciones de responsabilidad de los administradores reconocidas en el Derecho de sociedades anónimas. Es obvio, en principio, que los socios externos pueden recurrir a estos mecanismos generales de protección para instar la anulación de las decisiones de la Junta contrarias al interés social o para exigir de los administradores los daños causados por los actos lesivos para la filial. El hecho de que tales actuaciones perjudiciales para la sociedad puedan justificarse en atención al interés del grupo no excluye la procedencia de los remedios generales, aunque quepa condicionarla o constreñirla en algunos casos.
En este aspecto, pueden distinguirse dos grandes tipos de acuerdos o de actos contrarios al interés de la sociedad filial: los puramente distributivos, es decir, aquéllos que no incrementan el valor del conjunto, sino que se limitan a desplazarlo de la filial a la sociedad dominante u otras sociedades del grupo (por ej., la fijación de precios de transferencia fuera de criterios de mercado), y los realmente productivos, que se caracterizan por incrementar el rendimiento total del grupo, de tal manera que el perjuicio que experimenta la filial es inferior al beneficio que se logra en otras unidades (por ej., la decisión de cerrar una fábrica rentable por existir otras dentro del grupo que operan de modo más eficiente). Las normas de impugnación y responsabilidad deben aplicarse incondicionadamente a los primeros, pero no a los segundos. El propio reconocimiento legislativo de la realidad de los grupos de sociedades apunta hacia la necesidad de reconocer alguna relevancia al interés del grupo.
No quiere decirse con ello que los actos productivos contrarios al interés de la sociedad filial y, específicamente, lesivos de los intereses de los socios externos no sean impugnables o no hagan surgir la responsabilidad de los administradores. Lo que se pretende significar es que, bajo determinadas condiciones, la eficacia de tales acciones de impugnación o de responsabilidad puede quedar enervada.
Esas condiciones vienen dadas por la previsión de medidas adecuadas de compensación de la sociedad filial o incluso de los socios externos (por ej., el pago de una indemnización de los daños o incluso el ofrecimiento a los socios externos de la posibilidad de canjear sus acciones por acciones de la sociedad dominante). El fundamento dogmático de esta solución puede encuadrarse en las exigencias de la buena fe y en la doctrina del abuso del derecho (art. 7 CC). En casos de esta naturaleza bien puede afirmarse, en efecto, que la existencia de medidas de compensación adecuadas hace decaer el interés del socio externo a litigar y, consiguientemente, convierte en abusivo el ejercicio de las acciones de impugnación o de responsabilidad.
b) Los remedios ordinarios proporcionados por las acciones de impugnación y de responsabilidad no son siempre suficientes para satisfacer cumplidamente los intereses de los socios externos. En muchos casos, la única tutela efectiva es la que va directamente a la raíz del problema, es decir, la que se dirige contra la sociedad dominante (que es el socio que controla las decisiones de la Junta de la sociedad filial) o contra los administradores de la sociedad dominante (que es la instancia que de hecho dirige la gestión de la sociedad filial). Las técnicas que pueden articularse a tal efecto se fundan en el deber de fidelidad del socio de control y en la doctrina de los administradores de hecho.
En el primer aspecto, conviene no olvidar que también en el Derecho de las sociedades de capitales pesan sobre los socios —específicamente, sobre los socios de mayoría— deberes de lealtad o fidelidad, que les impiden ejercitar sus prerrogativas desconsiderando los intereses de la sociedad y de sus consocios. El alcance de estos deberes, cuyo fundamento normativo reside en el art. 1.258 CC, debe definirse con cierta generosidad en el Derecho de grupos, y así lo tiene establecido la jurisprudencia comparada, que ha abierto la posibilidad de que por esta vía los socios externos de la sociedad filial puedan dirigirse contra el socio interno o de control —contra la sociedad dominante— con el fin de que les indemnice directamente los daños ocasionados por algunas de sus decisiones o incluso con el fin de que cese en algunas actividades. El remedio parece especialmente indicado para combatir las transferencias intragrupo hechas en perjuicio de los socios externos.
Adicionalmente, ha de reconocerse también la posibilidad de que los socios externos puedan ejercitar la acción social —y, en su caso, la acción individual— de responsabilidad contra los administradores de la sociedad dominante. La base para ello reside en la consideración de tales administradores como administradores de hecho de la sociedad filial. Es de advertir a este respecto que el administrador de la sociedad dominante puede administrar la sociedad filial bien de forma indirecta, impartiendo instrucciones al órgano de gestión de la filial, bien de forma directa, al decidir los asuntos de la filial en el curso ordinario de la administración de la dominante. El cauce a través del cual puede lograrse dicho resultado en el ordenamiento vigente ha de ser un entendimiento amplio de la noción de administrador empleada por el art. 133 de la LSA, en la que tengan cabida también los administradores de hecho. Las reservas que pudiera suscitar una interpretación de esta índole han de considerarse disipadas en el momento actual, en el que la noción de administrador de hecho ha obtenido el respaldo del Derecho positivo (v. art. 133.2 LSA). Sería un contrasentido admitir la responsabilidad penal de los administradores de hecho y, en cambio, negar su responsabilidad civil.

La protección de los acreedores de las sociedades filiales

El tercero de los problemas clásicos del Derecho de los grupos es el que suscita la protección de los acreedores de las sociedades filiales. Sin embargo, a diferencia de los anteriormente considerados, constituye en buena medida un falso problema o, mejor dicho, un problema que no es específico de los grupos de sociedades. La tendencia que se registra en las discusiones legislativas, que aflora en buena parte de las más recientes decisiones judiciales y que, ciertamente, cuenta con un amplio apoyo de la doctrina consiste en reconocer a los acreedores de las sociedades filiales un derecho prácticamente ilimitado o incondicionado a recuperar sus créditos frente al propio grupo y, específicamente, frente a la sociedad dominante. Se trata, sin embargo, de una tendencia para la que no es fácil encontrar una justificación plausible. En efecto, ¿por qué ha de tratarse mejor al acreedor de una sociedad que forma parte de un grupo que al acreedor de una sociedad normal?; ¿por qué se hace de peor condición a la sociedad dominante que a cualquier otro socio o socios que ostenten posiciones de control en compañías independientes? En ocasiones, estos interrogantes pretenden resolverse apelando al interés del grupo. La responsabilidad ha de comunicarse porque la sociedad filial no es gestionada en interés propio (interés social), sino en interés del conjunto del que forma parte (interés del grupo). Justo es, por tanto, que, de acuerdo con la vieja máxima ubi commoda, ibi incommoda, sea también el conjunto —el grupo— el que soporte el riesgo financiero y, en definitiva, las deudas de las sociedades insolventes. La tesis, sin embargo, no resulta del todo convincente, y ello porque los acreedores no tienen frente a los administradores de la sociedad ni frente a sus socios una pretensión a que la sociedad se conduzca de conformidad con el interés social. La única pretensión que tienen los acreedores es a que la sociedad observe las normas sobre defensa del capital (evitando su descapitalización). De hecho, si los socios están de acuerdo en que la sociedad actúe en beneficio del grupo, los acreedores nada pueden reprocharle.
Siendo ello así, la comunicación generalizada de responsabilidad no resulta fácilmente comprensible ni admisible. La razón fundamental se halla, en última instancia, en su contradicción con los principios de separación patrimonial y de responsabilidad limitada de cada sociedad, que es lo que toman en consideración los acreedores en el momento de contratar. Es más, en este contexto, la comunicación de responsabilidad representan una transferencia injustificada de riqueza de los accionistas a los acreedores.
Nada de lo anterior debe entenderse, sin embargo, en el sentido de que resulte siempre improcedente la comunicación de responsabilidad. Antes al contrario, son muchas las ocasiones en que la medida se revela adecuada, pero ello poco tiene que ver con la existencia de un grupo de sociedades, sino con la concurrencia de circunstancias específicas que justifican el levantamiento del velo de la persona jurídica: infracapitalización, confusión de esferas, confusión de patrimonios, etc. La jurisprudencia ha acertado en numerosas ocasiones al excluir un principio general de comunicación de responsabilidad y condicionar la extensión de responsabilidad a la efectiva verificación de los presupuestos generales de la doctrina del levantamiento del velo.

Referencia a la consolidación contable

El último problema del grupo de sociedades al que haremos referencia en esta lección es el relativo a la información financiera, que, al igual que el resto de los anteriormente analizados, tiene su origen en los desfases o desajustes que origina la coexistencia de autonomía jurídica en cada sociedad y de integración económica entre todas ellas. El instrumento de que dispone en este caso el ordenamiento para paliar el problema es la consolidación contable. Las normas que imponen el deber de consolidación y que regulan los principios y técnicas con arreglo a los cuales debe llevarse a efecto constituyen la única parte del Derecho de grupos que ha logrado codificarse legislativamente en nuestro país, y ello por imperativo de la Séptima Directiva comunitaria en materia de sociedades.
El objetivo buscado mediante la consolidación contable es corregir las distorsiones que genera la contabilidad separada de cada sociedad, la cual, por sí sola, no es idónea para reflejar la realidad económica del grupo. La suma de las cuentas anuales correspondientes a cada una de la sociedades integradas en un grupo no ofrece, en efecto, la imagen fiel de la situación patrimonial y financiera del grupo. Para ilustrarlo de un modo inmediatamente visible podemos servirnos del ejemplo que proporciona el capital. Imaginemos que una sociedad con un capital de cien mil euros constituye una filial con un capital de otros cien mil euros y que ésta, a su vez, constituye una nueva sociedad con un capital del mismo importe. Es manifiesto que, en este caso, el capital del grupo no es de trescientos mil euros (la suma de la cifra de capital que figura en el pasivo de cada una de las tres sociedades). El capital del grupo es sólo de cien mil euros. Los otros doscientos mil no son más que papel: su único respaldo es la partida del activo en la que figuran las participaciones en las sociedades dependientes. La contabilidad separada genera, pues, una ilusión óptica —lo que con acierto se ha denominado el «efecto telescopio»—, que la consolidación contable trata de prevenir.
La consolidación se lleva a cabo mediante métodos y técnicas contables de gran complejidad, en cuyo estudio detallado no procede detenerse ahora. La lógica de la consolidación es, sin embargo, muy simple. De lo que se trata es de ofrecer la situación patrimonial y financiera del grupo como si fuera una única empresa, y para ello es preciso dejar fuera de consideración las relaciones económicas internas o relaciones entre las sociedades del grupo. La consolidación consiste en la eliminación de los efectos de las operaciones y transacciones intragrupo. Bajo este punto de vista, la consolidación aspira a que la contabilidad del grupo refleje solamente las relaciones externas, es decir, las relaciones del grupo con terceros, y a tal fin, por ejemplo, sustituye el importe de la participación que ostenta una sociedad en el capital social de otra por el valor del patrimonio neto de dicha sociedad correspondiente a la participación (en otras palabras, el patrimonio de la sociedad dependiente se incorpora al balance de la sociedad dominante). Algo similar se hace en materia de pérdidas y ganancias, cuyo cálculo se lleva a cabo comparando los ingresos y los gastos conjuntos del grupo. Los créditos y deudas y los ingresos y gastos derivados de transacciones entre las sociedades del grupo simplemente se cancelan. Naturalmente, la parte correspondiente a los socios externos del grupo no es objeto de consolidación y, a efectos informativos, deberá figurar en una partida específica.
El deber de consolidación recae sobre la sociedad dominante o matriz del grupo. El concepto de sociedad dominante a estos efectos se define en el art. 42.1 del CCom. Aun así, la obligación de consolidación no se aplica en algunos supuestos: por ejemplo, cuando el conjunto de las sociedades integradas en el grupo no sobrepasa los límites legalmente establecidos para la formulación de balance abreviado; cuando la sociedad dominante española sea, a su vez, filial de una sociedad sujeta a la legislación de un Estado miembro de la UE; y no se extiende a aquellas sociedades filiales que presentan escaso interés para la representación de la situación económica del grupo, ni a aquellas en que la información necesaria para realizar la consolidación obligue a gastos desproporcionados, ni, en fin, a aquellas en las que existan dificultades reales para ejercer el control. En todo caso, las cuentas consolidadas han de ser revisadas por el auditor nombrado al efecto por la Junta General de la sociedad dominante; deben ser sometidas a la aprobación de la Junta de esta sociedad, sin perjuicio del derecho de los socios externos a obtener los documentos sometidos a la consideración de la Junta e incluso de su derecho a impugnarlas, según mejor criterio; y, en fin, deben ser depositadas en el RM. Como es natural, el deber de consolidar no exime a la sociedad dominante y al resto de las sociedades del grupo de formular cada una sus propias cuentas anuales (art. 42.3 C. de C).

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