miércoles, 29 de enero de 2014

LECCIÓN 3.- LAS SOCIEDADES DE CAPITAL: ASPECTOS BÁSICOS

Introducción

Principios fundamentales

 

Concepto, caracteres y régimen legal

La sociedad anónima se presenta básicamente como el modelo de sociedad predispuesto por el ordenamiento para atender a las peculiares exigencias organizativas y funcionales de las grandes empresas. Pero el hecho de que el legislador haya tenido presente el modelo de la gran empresa al disciplinar la sociedad anónima no implica que ésta no pueda ser empleada para el desarrollo de cualquier otro tipo de actividad empresarial, ya que la flexibilidad y ductilidad de gran parte de su régimen jurídico la convierten en un tipo societario de gran polivalencia, que se adapta por igual a las sociedades de pocos socios (incluso uno solo: sociedad anónima unipersonal) o de reducida trascendencia económica.
La definición de esta sociedad la proporciona la misma Ley, cuando destaca que «en la sociedad anónima, el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de los socios, quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» (art. 1). La sociedad anónima es antes que nada una sociedad capitalista, en la que en principio no interesan las condiciones personales de los accionistas, sino las aportaciones que hagan a la sociedad, en función de las cuales se determina el grado de participación de los referidos socios en el capital social. La sociedad anónima es también una sociedad en la que el capital se divide en partes alícuotas denominadas acciones, que tienen la consideración legal de valores «mobiliarios» o «negociables», y que, además de ser en principio libremente transmisibles, atribuyen a su titular la condición de socio. Aquí radica, como veremos, la principal nota distintiva de esta sociedad en relación con la sociedad de responsabilidad limitada, en la que las participaciones no pueden representarse por medio de valores ni denominarse acciones. Y es por último una sociedad de responsabilidad limitada, en el sentido de que el socio se obliga a aportar a la sociedad el importe de las acciones que haya suscrito, pero sin asumir ninguna responsabilidad personal por las deudas sociales; en consecuencia, los acreedores sociales no pueden dirigir sus acciones contra los socios y sólo pueden contar con el patrimonio de la propia sociedad para la satisfacción de sus créditos. De este modo la responsabilidad limitada —se da también en la sociedad de responsabilidad limitada— permite que los socios que invierten en la sociedad limiten el riesgo asumido y las posibles pérdidas a la aportación realizada, lo que explica la especial aptitud de la sociedad anónima para recolectar ingentes sumas de capital de una multitud de inversores y para agrupar a éstos en su capital social; pero además, esta misma circunstancia constituye un presupuesto esencial para la negociabilidad de las acciones, que pueden circular como bienes fungibles desvinculados de la capacidad patrimonial de sus sucesivos titulares.
El régimen legal de la sociedad anónima se encuentra en el Texto refundido de la LSA, aprobado por el RDLeg de 1989 y el Reglamento del RM de 1996.
Pero además, para abarcar en su integridad el marco jurídico de la sociedad anónima, debe tenerse presente que, junto a la LSA, existen muchas otras disposiciones normativas que se ocupan específicamente de tipos concretos de sociedades anónimas para someterlos, por la índole específica de su actividad o por operar en mercados intensamente reglamentados, a determinadas especialidades de régimen jurídico (sociedades anónimas de seguros, bancos, sociedades anónimas deportivas, sociedades de inversión colectiva, sociedades de capital-riesgo, etc.). Estas normativas sectoriales se limitan, por lo general, a establecer ciertas especialidades más o menos sustantivas en relación al régimen general y suelen remitirse, en todo lo demás, a la LSA, a la que se atribuye así un carácter supletorio.
También las sociedades anónimas que cotizan en bolsa quedan sometidas a un régimen jurídico adicional, derivado básicamente de la normativa general sobre los mercados de valores. Este régimen viene normalmente a añadirse o superponerse a la disciplina ordinaria de la LSA (requisitos especiales para la emisión de valores, deberes reforzados de información, obligación de comunicación de la adquisición y transmisión de participaciones relevantes, publicidad de los pactos parasociales, disciplina imperativa de OPAs, etc.), pero en ocasiones comporta derogaciones o limitaciones al Derecho común de esta forma social (por ej., en materia de representación y de transmisión de las acciones). En este sentido, presenta una especial relevancia el Título X de la Ley del Mercado de Valores, que lleva por rúbrica «De las sociedades cotizadas», y que en muchos extremos completa o desarrolla el régimen societario de este tipo de empresas. Toda esta normativa viene básicamente a reforzar los deberes de transparencia y publicidad de las sociedades cotizadas con el fin de proteger los intereses de los accionistas y de los inversores, e incluye por ello numerosos mecanismos específicos de control y de sanción de carácter público.

La sociedad comanditaría por acciones

Antes de adentrarnos en el estudio de la sociedad anónima, y siempre con el fin de ofrecer de antemano una panorámica general de esta forma social, es necesario también hacer una breve referencia a la sociedad comanditaria por acciones, que regula el CCom (art. 151 y ss). Y es que, en contra de lo que parece sugerir su propia denominación, esta sociedad no se concibe legalmente como una clase o modalidad de la sociedad comanditaria, sino antes bien como una sociedad anónima especial, que solamente se distingue de la anónima ordinaria por el peculiar estatuto jurídico al que quedan sometidos sus administradores.
En efecto, a diferencia de las sociedades comanditarias simples, no hay en este tipo social dos clases de socios, colectivos y comanditarios, sometidos como tales a un estatuto o régimen jurídico distinto. En la sociedad comanditaria por acciones la ley exige que la totalidad del capital social esté dividido en acciones y todos los socios tienen la condición de accionistas. Pero en el caso de aquellos socios que accedan al órgano de administración, y en atención exclusivamente a su designación como administradores, se les atribuye la condición legal de socios colectivos, lo que se traduce básicamente en la asunción de una responsabilidad personal e ilimitada por las deudas sociales. No se trata, por tanto, de que existan unos socios colectivos con capacidad exclusiva para ejercitar la administración social, sino que los administradores, por el simple hecho de desempeñar el cargo y mientras lo ocupen, quedan sometidos a un régimen de responsabilidad más severo que el resto de los accionistas, los cuales responden solamente —como en cualquier sociedad anónima— por el importe de la aportación realizada o comprometida. Al mismo tiempo, y a cambio de este agravamiento de la responsabilidad, los administradores de la sociedad comanditaria por acciones disfrutan de unas facultades y poderes mucho más extensos que los de una sociedad anónima (derecho de veto sobre numerosas decisiones sociales), así como de una mayor estabilidad en el cargo.
Pero al margen de estas especialidades, que afectan exclusivamente al estatuto jurídico de los administradores, las sociedades comanditarias por acciones comparten disciplina jurídica con la sociedad anónima; de hecho, el CCom declara la sujeción de estas sociedades a la LSA en todo aquello que no sea incompatible con su peculiar régimen legal.

La sociedad anónima europea

Aunque muchos aspectos sustanciales de la ordenación jurídica de las sociedades anónimas han sido objeto de armonización en los distintos Estados de la UE a través de las Directivas sobre sociedades, lo cierto es que la persistencia de legislaciones nacionales diferenciadas se ha erigido tradicionalmente en un obstáculo a la actuación de las empresas que desarrollan su actividad en el conjunto del mercado comunitario. Con el fin de evitar estos problemas, y después de un largo proceso de elaboración, se promulgó por la UE el Reglamento 2157/2001 por el que se aprueba el Estatuto de la Sociedad Anónima Europea, completado con la Directiva 2001/86 en lo que se refiere a la implicación de los trabajadores. Y las normas requeridas para completar la regulación de dicho Reglamento se adoptaron en nuestro ordenamiento mediante la Ley 19/2005 sobre la SAE domiciliada en España, que incorporó a la Ley.
La sociedad europea (SE) se concibe legalmente como una genuina sociedad anónima, con todos los caracteres que legalmente definen a ésta (división del capital en acciones, responsabilidad limitada de los accionistas, etc.), pero creada y regida por el propio Derecho comunitario. Con todo, la sociedad está obligada a registrarse y domiciliarse en un Estado miembro, cuyo ordenamiento jurídico se declara de aplicación supletoria en relación con aquellas materias que no estén reguladas en el Reglamento o en los estatutos de la sociedad. No existe, por tanto, un régimen jurídico unitario y completo que se aplique por igual a todas las SAE, pues el mismo se integra tanto con normas de naturaleza comunitaria como con las normativas nacionales de los distintos Estados miembros, que serán de aplicación en numerosas materias (acciones y obligaciones, disciplina y modificaciones del capital social, etc.).
Dada la finalidad a que responde, la sociedad europea sólo puede constituirse por empresas que no limiten su actividad al territorio de un Estado miembro y que operen en distintos mercados europeos.
Esto se trasluce claramente en los distintos procedimientos previstos para la constitución de la sociedad europea, que se vinculan de una u otra forma a la existencia de este elemento transnacional (constitución de la sociedad mediante fusión, cuando las sociedades participantes estén sujetas al ordenamiento de Estados miembros diferentes; constitución de una sociedad europea holding o filial, por parte de sociedades de distintos países o por una que tenga filiales en otro Estado miembro; transformación en sociedad europea por una sociedad con una filial sujeta al ordenamiento de otro Estado).

El capital social

La ordenación jurídica de la sociedad anónima descansa en gran medida sobre la noción del capital social. Todas las sociedades han de constituirse con una cifra de capital determinada, que en principio puede ser fijada libremente por los socios y que ha de recogerse necesariamente en los estatutos de la sociedad. El capital social representa la suma de los valores nominales de las acciones en que está dividido, despliega un importante papel de orden jurídico y organizativo en el funcionamiento de la sociedad; entre otras cosas, la participación de los accionistas en el capital social, que resultará del número de acciones poseídas y del valor nominal de éstas, es la medida legal normalmente empleada para la determinación de sus respectivos derechos dentro de la sociedad. Pero además, el capital también desempeña una importante función de garantía de los acreedores sociales, que se presenta en cierta forma como una contrapartida por la limitación de responsabilidad de los accionistas; y es que la Ley procura a través de una serie de medidas que la cifra del capital cuente en todo momento con una cobertura patrimonial adecuada, lo que explica que aquélla cumpla una importante labor de retención de bienes y activos dentro de la sociedad.
El capital social no debe confundirse con el patrimonio. Así como el capital alude a esta cifra fija y convencional recogida en los estatutos, suma de los valores nominales de las acciones en que se divide, la noción de patrimonio se refiere al conjunto de derechos y obligaciones de contenido económico propios de la sociedad en cada momento. La cifra de capital tiene un carácter estable y constante, y sólo a través de un acuerdo formal de la sociedad de aumento o de reducción de capital —adoptado de acuerdo con el procedimiento exigido para la modificación de estatutos— puede ser incrementado o reducido. El patrimonio, en cambio, como concepto económico que alude a los bienes y obligaciones de los que en un momento dado es titular una persona, oscila permanentemente en función de los resultados de la actividad social, porque las vicisitudes de ésta tienen lógicamente una incidencia directa y permanente sobre la situación patrimonial de la sociedad. De ahí que la relación entre el capital y el patrimonio sea reveladora del estado económico en que se encuentra una sociedad: a medida que el valor del patrimonio rebase la cifra del capital, la situación será más sólida, mientras que lo contrario significaría que las pérdidas han ido absorbiendo los fondos aportados por los socios en concepto de capital. Esto explica que capital y patrimonio suelan coincidir en el momento de la constitución de la sociedad, cuando ésta no cuenta más que con las aportaciones realizadas —o comprometidas— por los socios, pero que dicha equivalencia desaparezca con el comienzo de la actividad social, pues el patrimonio irá oscilando entonces en función de los resultados positivos o negativos de los distintos actos y operaciones que se vayan realizando.
La Ley obliga a las sociedades anónimas a tener un capital mínimo, que no puede ser inferior a 60.101,21 euros (10 millones de ptas), y que ha de mantenerse a lo largo de toda la vida social. Esta exigencia responde al propósito, fundado en puras razones económicas, de que no se utilice la forma de la sociedad anónima en las pequeñas empresas o de «reservar la figura de la sociedad anónima para regir empresas de cierta envergadura económica». El capital mínimo se presenta así como un elemento de ordenación de los diversos tipos sociales dentro del sistema general del Derecho de sociedades, que sirve para excluir a las actividades empresariales de menores dimensiones del ámbito jurídico de la sociedad anónima y para reconducirlas hacia otras formas sociales alternativas, que el legislador ha predispuesto para atender a las necesidades específicas de este tipo de empresas (fundamentalmente la SRL cuyo capital mínimo es de 3.005,06 euros). Pero no es función del capital mínimo, sin embargo, garantizar la constitución de un patrimonio suficiente para el desarrollo del objeto social, pues la Ley no exige en ningún caso que el capital sea adecuado o suficiente en atención al nivel de riesgo de las actividades económicas que la sociedad pretenda acometer. De ahí que en la práctica sean frecuentes las sociedades «infracapitalizadas», ya sea por carecer de fondos suficientes para el desarrollo de su objeto social («infracapitalización material»), ya sea por disponer de medios financieros aportados por los socios pero a título de crédito y no de capital propio («infracapitalización nominal»).
Por lo demás, hay que destacar que la cifra del capital mínimo establecida por la Ley tiene un alcance general, pues existen numerosas sociedades anónimas especiales que quedan sometidas —de acuerdo con su normativa propia— a la exigencia de capitales mínimos notablemente superiores (bancos, sociedades de seguros, sociedades de capital-riesgo, etc.). En estos casos, y a diferencia del régimen general, cabría decir que la elevación del capital mínimo sí que pretende garantizar en cierta medida la existencia de una dotación patrimonial mínima o suficiente en este tipo de sociedades, en atención a las peculiares características de las actividades empresariales que desarrollan.
La personalidad jurídica
La sociedad anónima —como todas las sociedades mercantiles— da nacimiento a una persona jurídica, con capacidad para mantener sus propias relaciones jurídicas y para operar como sujeto de derecho. La sociedad se constituye mediante escritura pública que deberá ser inscrita en el RM, y con esta inscripción adquirirá la sociedad anónima «su» personalidad jurídica. Pero como veremos más adelante, antes de la inscripción existe ya una sociedad personificada, al reconocer la LSA la aptitud de la sociedad anónima en formación o no inscrita (sociedad irregular) para mantener relaciones externas o con terceros plenamente válidas. De ahí, que deba entenderse que la inscripción en el RM determina el nacimiento, no de la sociedad, sino de una genuina o verdadera sociedad anónima, con todos los rasgos y elementos que la definen y, por tanto, con «su» personalidad jurídica.
La personificación jurídica de la sociedad anónima, y la consiguiente imputación a ésta de las relaciones jurídicas que se generen con ocasión del desarrollo de las actividades propias de su objeto social, determina que aquélla tenga atribuida en nuestro ordenamiento la consideración legal de empresario y que quede sometida, por tanto, al conjunto de deberes y obligaciones que conforman el estatuto jurídico de éste. Y es que todas las sociedades anónimas, cualquiera que sea el objeto al que se dediquen —industrial, comercial, cultural, etc.— tienen carácter mercantil, lo que implica que no pueda haber sociedades civiles con forma de sociedad anónima.
Otro atributo inherente a la personalidad jurídica consiste en la necesidad de la sociedad anónima de operar bajo su propio nombre o denominación. Esta denominación social, que en principio es de libre elección por los socios, puede consistir tanto en una denominación subjetiva o razón social (cuando se forme con uno o varios nombres de socios actuales o antiguos) como en una denominación objetiva (de mera fantasía o alusiva a la actividad económica de la sociedad). La Ley se limita a exigir que en la denominación figure necesariamente la indicación «sociedad anónima» o su abreviatura «S.A.», a la vez que prohíbe la adopción de una denominación idéntica a la de otra sociedad preexistente. Este régimen se completa además con las previsiones generales del Reglamento del RM que, además de precisar las circunstancias que implican una identidad entre denominaciones, incluye otra serie de reglas generales sobre la posible conformación de éstas (por ej., prohibición de denominaciones que induzcan a error o confusión sobre la identidad o naturaleza de la sociedad o que hagan referencia a una actividad que no esté incluida en el objeto social).
También como cualquier otra persona jurídica, la sociedad anónima tiene una nacionalidad y un domicilio, que no tienen por qué coincidir con los de sus accionistas. La Ley dispone que son españolas todas las sociedades constituidas con arreglo a la Ley española que establezcan su domicilio en territorio nacional (art. 5.1); pero además, esta regla se completa con la obligación impuesta a las sociedades anónimas de fijar su domicilio social en territorio español cuando tengan en él su principal establecimiento o explotación, con el fin de que el domicilio —criterio básico de atribución de la nacionalidad— coincida con el territorio en que la sociedad realiza de forma efectiva su actividad empresarial (criterio de la sede real). En el sistema legal, las sociedades anónimas que tengan su principal establecimiento o explotación en España han de fijar su domicilio también en territorio español y constituirse, pues, de acuerdo con la Ley nacional, ostentando así la nacionalidad española (aunque en el ámbito comunitario estos criterios legales han de ceder ante el principio de libertad de establecimiento y de libre prestación de servicios, que obliga a los Estados miembros a reconocer a las sociedades constituidas válidamente con arreglo a un Derecho extranjero por mucho que desarrollen su actividad efectiva en territorio propio).
Además, y en lo que hace a los criterios que presiden la fijación del domicilio social dentro del territorio español, el mismo ha de establecerse en el lugar en que la sociedad tenga su centro efectivo de administración y dirección o su principal establecimiento o explotación económica (art. 6). Dada la trascendencia del domicilio en numerosos órdenes (civil, procesal, tributario y societario, pues las Juntas de accionistas han de reunirse en la localidad en que la sociedad tenga su domicilio), la Ley quiere evitar su posible fijación en lugares desvinculados de la efectiva actividad jurídica o económica de la sociedad.

La sociedad unipersonal

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