miércoles, 29 de enero de 2014

LECCIÓN 4.- LA CONSTITUCIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL

La fundación

Requisitos formales: la escritura pública y la inscripción en el RM 

 

La constitución de una sociedad anónima exige en todo caso el cumplimiento de unos requisitos formales imperativos, que son la escritura pública y la inscripción en el RM, sin los cuales no hay verdadera sociedad anónima.
La escritura pública, que constituye el primer acto jurídico del proceso fundacional en toda clase de sociedades mercantiles, es también la forma solemne y necesaria que ha de revestir el negocio de constitución de cualquier sociedad anónima (contrato plurilateral cuando existan varios socios fundadores, y declaración de voluntad unilateral en el caso de las sociedades unipersonales). Por ello, siendo un auténtico requisito de forma del negocio, el contrato de sociedad que no conste en escritura solamente podría valer como contrato preparatorio o compromiso preliminar de constituir una sociedad anónima o, en su caso, como sociedad de hecho. Y la escritura pública, una vez otorgada, ha de ser objeto de inscripción en el RM, que es el acto posterior que completa el proceso fundacional y que da nacimiento a una verdadera sociedad anónima, con los atributos legales que caracterizan a ésta y con «su» personalidad jurídica. En todo caso, una vez perfeccionado el negocio fundacional en escritura pública y antes de la inscripción registral, la Ley reconoce ya la aptitud de la organización así creada para actuar en el tráfico y para mantener relaciones jurídicas propias, ya sea durante el proceso normal de fundación (sociedad en formación), ya sea en caso de ausencia efectiva de inscripción (sociedad irregular).
En la escritura pública han de recogerse una serie de menciones obligatorias establecidas por la Ley, que en esencia van referidas a los elementos esenciales del negocio jurídico que está en el origen de toda sociedad anónima: al margen de los datos de los socios fundadores, la expresión de la voluntad de éstos de constituir una sociedad anónima, las acciones suscritas por cada uno de ellos y las aportaciones realizadas para desembolsarlas, la escritura debe designar a los primeros administradores y recoger, como mención de especial relevancia, los estatutos de la sociedad (art. 8). Mientras que en la escritura figuran los elementos esenciales del negocio constitutivo, que por lo general agotan su eficacia en el propio momento fundacional, los estatutos recogen las normas de organización y de funcionamiento por las que va a regirse la sociedad y delimitan al tiempo la posición jurídica de los socios, dentro siempre de los límites permitidos por la Ley. Es precisamente por esta función «constitucional» por lo que se exige que el acuerdo inicial de los socios fundadores recaiga también sobre los estatutos, en tanto que parte integrante de la escritura.
Los estatutos tienen también un contenido obligatorio establecido por la Ley. Dentro de las menciones necesarias destacan, entre otras, la denominación de la sociedad, su duración (que puede ser por un plazo concreto y determinado o por tiempo indefinido), el domicilio social, la cifra de capital y el número de acciones en que esté dividido, la forma de representación de éstas (por medio de títulos o por medio de anotaciones en cuenta), la estructura y el número de integrantes del órgano de administración, la fecha de cierre del ejercicio social o el régimen de las prestaciones accesorias que puedan haberse previsto. Especial importancia reviste la exigencia de hacer constar en los estatutos el objeto social, entendiendo por tal la actividad o actividades económicas que la sociedad se propone llevar a cabo.
La principal exigencia legal a este respecto consiste en la determinación exacta de estas actividades, lo que excluye alusiones imprecisas o genéricas que no delimiten con precisión el género empresarial al que piensa dedicarse la sociedad; y es que la fijación del objeto social ofrece una gran relevancia jurídica, pues el mismo contribuye a perfilar las posibilidades de actuación de los órganos sociales (básicamente de los administradores) y opera como elemento delimitador de toda la actividad social, que ha de encaminarse hacia su desarrollo o realización.
Pero en los estatutos pueden incluirse también, junto a estas menciones obligatorias, cualesquiera otras cláusulas o previsiones, al permitir el ordenamiento que las sociedades puedan singularizar sus normas de organización y de funcionamiento y adaptar la disciplina legal a sus concretas necesidades o características. Estas cláusulas voluntarias no pueden oponerse en ningún caso a las «leyes», pues siendo el régimen jurídico de la sociedad anónima de carácter preferentemente imperativo, la autonomía de la voluntad de los socios sólo podrá desplegarse dentro de los límites y márgenes habilitados por la propia ley. Pero, además, los pactos estatutarios han de respetar también los llamados «principios configuradores de la sociedad anónima» (art. 10), entendiendo por tales los elementos estructurales o principios básicos que legalmente caracterizan a la sociedad anónima, y que por su carácter definitorio de esta forma social quedan sustraídos del poder de disposición de los fundadores y accionistas. Con todo, al margen de los principios o caracteres más meridianos, la determinación del contenido y de los límites de los «principios configuradores de la sociedad anónima» resulta, por su propia naturaleza, sumamente imprecisa. De ahí que en último término este concepto pueda concebirse como un instrumento puesto a disposición de los operadores jurídicos (notarios, registradores y, a la postre, jueces y tribunales) para rechazar posibles innovaciones estatutarias que, sin estar expresamente prohibidas por norma alguna, resulten de difícil concordancia con la naturaleza y configuración legal de una sociedad anónima.
Por lo demás, es muy frecuente que los fundadores o los accionistas celebren acuerdos que no se recogen en la escritura ni en los estatutos y que, sin embargo, afectan directamente a materias relacionadas con el funcionamiento y la operativa de la sociedad (pactos de adquisición preferente en caso de transmisión de acciones, opciones de compra o venta de acciones, convenios sobre ejercicio del derecho de voto, compromiso de no adoptar determinados acuerdos sociales o de no hacerlo sin el consentimiento de un socio determinado, acuerdo sobre nombramiento de administradores, etc.). Son los denominados «pactos reservados» o «parasociales», o acuerdos entre accionistas, que generalmente se emplean para regular cuestiones que la ley no permite incluir en los estatutos y que sirven así para prevenir y eliminar posibles elementos de conflictividad dentro de la organización social; al propio tiempo, estos pactos permiten sustraer de los efectos de la publicidad registral —a la que sí están sujetos los estatutos— reglas de organización o de funcionamiento que por cualquier motivo no interese divulgar frente a terceros. En lo que hace a la validez y eficacia jurídica de estos pactos, la Ley se limita a prever que «no serán oponibles [hacer valer] a la sociedad». Así pues, los acuerdos que no se recojan en la escritura o en los estatutos disfrutan de la eficacia propia de todos los contratos, en el sentido de obligar a quienes los celebran, pero no a las personas ajenas a los mismos (como la sociedad, para quien dichos pactos son res inter alios acta). La sociedad, en su condición de tercero, no resulta jurídicamente afectada por estos acuerdos y tiene que ajustar en todo momento su conducta a lo que resulte de las reglas legales y estatutarias (un acuerdo social contrario a los «pactos reservados» sería plenamente válido, pero el socio que hubiese votado en contra de lo acordado en esos pactos incurriría en responsabilidad frente a los demás socios contratantes). Una modalidad de estos pactos son los denominados «protocolos familiares», que vinculan a personas de una misma familia y que se ocupan de la organización y toma de decisiones de la sociedad en la que participan. Además, en el caso concreto de las sociedades cotizadas, estos pactos «parasociales» quedan sujetos a un régimen especial de publicidad, en virtud del cual deben comunicarse a la propia sociedad y a la CNMV y depositarse en el RM con el fin de que puedan ser conocidos por el conjunto de los inversores.

Fundación simultánea y fundación por suscripción pública

La sociedad anónima puede fundarse a través de un doble procedimiento: fundación simultánea o por convenio y fundación sucesiva.
El procedimiento habitual consiste en la llamada fundación simultánea o por convenio, que se verifica cuando los socios fundadores concurren —por sí o por medio de representante— al otorgamiento de la escritura y asumen en ese mismo acto la totalidad de las acciones en que esté dividido el capital.
Aunque históricamente ha solido exigirse una pluralidad de socios para la constitución de la sociedad anónima, en la actualidad, tras el reconocimiento legal de la sociedad unipersonal, es claro que la fundación puede resultar ahora de la voluntad unilateral de un único socio (ya sea persona física o jurídica), que por sí solo otorga la escritura y suscribe todas las acciones.
Los fundadores comparten con los primeros administradores, cuya designación ha de efectuarse en la escritura de constitución, la obligación de inscripción de ésta en el Registro en un plazo de 2 meses.
Pero además, la Ley también hace responsables a los fundadores frente a la sociedad, los accionistas y los terceros del cumplimiento de los distintos requisitos y trámites exigidos en el proceso de constitución (realidad de las aportaciones sociales, correcta realización de los gastos de constitución, exactitud de las declaraciones recogidas en la escritura, etc.; v. art. 18).
Como retribución por la idea creadora y los servicios prestados a la sociedad en la fase de constitución, la Ley permite reservar a los fundadores determinadas ventajas particulares, que se conciben como derechos especiales de contenido económico que consistirán generalmente en una participación en los beneficios de la sociedad. La Ley, con todo, somete a estas ventajas a un límite cuantitativo y temporal (no podrá exceder del 10 por 100 de los beneficios netos y por un período máximo de 10 años), a la vez que permite incorporarlas a unos títulos distintos de las acciones —bonos de fundador— con el fin de facilitar su posible transmisión (art. 11).
El segundo sistema fundacional consiste en la llamada fundación en forma sucesiva o por suscripción pública de las acciones. En principio, este sistema está legalmente pensado para la constitución de grandes sociedades, cuando no es posible suscribir la totalidad del capital social por un número reducido de socios y se realiza una apelación o llamamiento público a los inversores con el fin de lograr la suscripción de las acciones. La Ley obliga a utilizar este procedimiento siempre que se realice una promoción pública de la suscripción de las acciones a través de cualquier medio publicitario o de intermediarios financieros con anterioridad al otorgamiento de la escritura de constitución. Pero en la práctica es un sistema de muy escasa vigencia, pues incluso la constitución de las sociedades de mayor envergadura económica suele hacerse por el sistema de fundación simultánea, con la intervención de entidades financieras o de otras empresas relevantes que asumen en un solo acto todo el capital (a veces, con la idea de desprenderse posteriormente de la totalidad o de parte de su participación, una vez consolidada la sociedad).
Se trata de un procedimiento largo y complejo, regulado en la Ley de forma minuciosa y que debe completarse con el régimen general sobre ofertas públicas de suscripción de valores.
El procedimiento se inicia con la preparación por los promotores del denominado programa de fundación y de un folleto informativo, que han de depositarse en la CNMV y en el RM con anterioridad a la realización de cualquier publicidad sobre la sociedad proyectada. Tras el período de suscripción de las acciones, y en un plazo máximo de 6 meses a contar desde el depósito del programa en el RM, los promotores convocarán a los suscriptores a una Junta constituyente, que ha de adoptar una serie de acuerdos necesarios y que incluso podría modificar el programa fundacional, aunque sólo con el voto unánime de todos los suscriptores concurrentes. En el mes siguiente a la celebración de la Junta, habrá de otorgarse la escritura pública de constitución de la sociedad por las personas designadas al efecto, debiendo presentarse la escritura a inscripción en el RM dentro de los 2 meses siguientes. De no producirse la inscripción en el plazo de un año desde el depósito del programa de fundación en el RM, y al margen de la eventual responsabilidad de los otorgantes de la escritura, los suscriptores podrán exigir la restitución de las aportaciones realizadas con los frutos que hubieren producido.
En la fundación sucesiva cobra especial relieve la actividad de los promotores, que son quienes promueven la constitución de la sociedad. De ahí que puedan reservarse ventajas particulares en los mismos términos que los socios fundadores en la fundación simultánea y que queden sometidos también a un régimen de responsabilidad similar al de éstos, tanto por los gastos en que incurran con la finalidad de constituir la sociedad como por las eventuales irregularidades que puedan cometer durante el proceso fundacional.

La sociedad en formación y la sociedad irregular

La Ley establece un régimen especial para los actos y contratos que puedan celebrarse en nombre de la sociedad una vez otorgada la escritura y antes de la inscripción de ésta en el RM («sociedad en formación»). Este régimen procura conciliar, de un lado, el habitual interés de la sociedad en comenzar el ejercicio de las actividades propias de su objeto social de forma inmediata y, de otro lado, la necesidad de tutelar a los terceros que contratan con una sociedad en formación que, por tanto, se encuentra en proceso de fundación y que no está plenamente constituida.
La regla general a estos efectos consiste en la responsabilidad solidaria de quienes celebren actos y contratos en nombre de la sociedad antes de su inscripción en el RM. Cuando los administradores —que han de ser designados en la escritura— o cualquier apoderado de la sociedad actúen de hecho en nombre de ésta con anterioridad a la inscripción, concertando relaciones con terceros, la responsabilidad corresponde en principio únicamente y a título personal a quienes hayan intervenido en el acto o negocio («responderán solidariamente quienes los hubieren celebrado») sin comprometer, por tanto, a la sociedad ni al patrimonio de ésta. En todo caso, y de acuerdo con la posibilidad general de ratificar los actos realizados por otra persona, es claro que una vez inscrita la sociedad siempre puede asumir y aceptar voluntariamente estos actos y contratos celebrados en su nombre durante la fase fundacional, en cuyo caso quedará extinguida la responsabilidad personal y solidaria de los celebrantes.
No obstante, cuando los fundadores prevean que la fecha de comienzo de las operaciones sociales coincida con la del otorgamiento de la escritura de constitución, y siempre que la propia escritura o los estatutos no prevean otra cosa, la regla es que los administradores se entienden facultados para el pleno desarrollo del objeto social y para realizar toda clase de actos y contratos. Así pues, la responsabilidad en estos casos no es de los administradores que celebran actos y contratos en nombre y representación de la sociedad con anterioridad a su inscripción en el RM, sino de la propia sociedad en formación, con el patrimonio formado por las aportaciones de los socios. Entrarían aquí, no sólo las obligaciones que resultan jurídicamente indispensables para la inscripción de la sociedad (gastos de escritura, liquidación de impuestos, etc.), sino también todos los actos relacionados con el desarrollo de las actividades empresariales que integren el objeto social. En esta hipótesis se reconoce la existencia, no de una genuina sociedad anónima (pues ésta nace con la inscripción), pero sí de una organización personificada con capacidad plena para actuar en el tráfico y hasta para comenzar de forma inmediata el ejercicio de sus actividades, asumiendo sus propias relaciones jurídicas frente a terceros sin necesidad de ninguna clase de ratificación posterior.
En todo caso, con el fin de garantizar que en el momento de la inscripción el capital de la sociedad cuente con una adecuada cobertura patrimonial, la Ley obliga a los socios fundadores a cubrir las eventuales pérdidas que pueda haber experimentado el patrimonio de la sociedad por causa de los actos y contratos celebrados durante este período de formación.
A diferencia de lo que sucede con la «sociedad en formación», que alude a las actuaciones realizadas por una sociedad durante el proceso normal de fundación, la Ley habla de «sociedad irregular» para referirse a la sociedad que no es objeto de inscripción en el RM, por no existir la intención de inscribirla. La Ley presume que concurre esta situación cuando se verifique la voluntad de no inscribir la sociedad y, en todo caso, dada la dificultad de probar esa voluntad, siempre que transcurra un año desde el otorgamiento de la escritura sin que se solicite la inscripción (art. 16.1).
Habida cuenta de que la falta de inscripción impide la constitución de una genuina sociedad anónima y, con ello, la realización del propósito negocial perseguido por los socios, la Ley faculta a éstos para instar la disolución de la sociedad no inscrita y obtener así, tras la liquidación del patrimonio común, la restitución de sus aportaciones (art. 16.1). Pero además, al no poder descartarse que la sociedad irregular o no inscrita pueda intervenir en el tráfico contratando con terceros y manteniendo relaciones jurídicas externas, se dispone la aplicación a aquélla de las normas de la sociedad colectiva o, en su caso, de la sociedad civil, en función de la naturaleza mercantil o civil de su objeto social. Esto supone que la sociedad irregular es una sociedad personificada, con capacidad para intervenir en el tráfico y para obligarse por sí misma, pero que no se rige como tal por la disciplina de la sociedad anónima, dado que la ausencia de inscripción priva a ésta de uno de sus requisitos constitutivos. Mientras que tradicionalmente solía negarse personalidad jurídica a las sociedades irregulares y se partía de la nulidad de todas sus actuaciones, la Ley ha optado claramente por afirmar la plena validez jurídica de los actos y contratos que puedan celebrar, con el evidente propósito de tutelar a los terceros que contratan con una sociedad no inscrita confiando, sin duda, en la apariencia de regularidad que se deriva de su propia actuación en el tráfico.

La nulidad de la sociedad

A pesar del control preventivo que desempeñan notarios y registradores en la constitución de las sociedades de capital, siempre es posible que el proceso fundacional de una sociedad anónima debidamente inscrita en el RM adolezca de vicios o defectos que afecten a su validez. Pero, al mismo tiempo, la inscripción de la sociedad en el Registro y el ejercicio de las actividades propias de su objeto social, además de generar una apariencia externa de legalidad, da lugar a una organización que puede intervenir activamente en el tráfico y concertar una multitud de relaciones jurídicas con terceros, a quienes el ordenamiento debe proteger. De ahí que la Ley se ocupe de la posible ineficacia del acto fundacional a través de un régimen específico de la nulidad de la sociedad anónima, que se aparta abiertamente de los principios y categorías generales del Derecho de obligaciones sobre nulidad de los negocios jurídicos.
La Ley formula cuatro causas distintas de nulidad:
  1. la ilicitud del objeto social o la incompatibilidad de éste con el orden público;
  2. la falta de expresión en la escritura o en los estatutos de menciones como la denominación social, las aportaciones de los socios, la cifra del capital, el objeto social o la no realización del desembolso mínimo del capital legalmente exigido;
  3. la incapacidad de todos los socios fundadores; y
  4. la carencia en el acto constitutivo de la voluntad efectiva de al menos dos socios fundadores o, en el caso de una sociedad unipersonal, del socio fundador.
Estas causas legales de nulidad tienen además un carácter taxativo o de numerus clausus, por lo que no cabe fundar una posible declaración de nulidad de una sociedad en vicios o irregularidades distintos de los enunciados; esta norma parece imponer, al propio tiempo, una interpretación restrictiva de los motivos de nulidad legalmente previstos. La nulidad de la sociedad, que ha de declararse necesariamente por resolución judicial, se configura además como una nulidad especial o sui generis, que nada tiene que ver con las reglas generales sobre ineficacia de los negocios jurídicos. Si éstas conciben la nulidad como una ineficacia radical y de pleno derecho, de la que no puede resultar consecuencia jurídica alguna, la nulidad de la sociedad anónima se concibe como una simple causa de disolución, que obliga a la liquidación de la sociedad defectuosamente constituida y que no afecta, por tanto, a las relaciones jurídicas internas o externas que la misma haya podido generar al participar en el tráfico. La declaración de nulidad no alcanza a las obligaciones y créditos de la sociedad frente a terceros, que quedarán sometidos al régimen general de la liquidación, al haberse antepuesto por el legislador la seguridad del tráfico y, en particular, los intereses de los terceros que contratan con la sociedad nula (quienes pudieron confiar en la apariencia de regularidad generada por la inscripción en el Registro). Por lo demás, la declaración de nulidad también carece de incidencia sobre la obligación de aportación que corresponde a los accionistas, quienes habrán de desembolsar sus dividendos pasivos cuando sea necesario para atender al pago de las obligaciones contraídas por la sociedad frente a terceros.

Las aportaciones sociales

Concepto, clases y régimen

La suscripción o adquisición originaria de acciones, tanto en fase de constitución como, en su caso, de aumentos posteriores del capital, obliga a los accionistas a realizar aportaciones a la sociedad, que permiten a ésta formar su propio patrimonio y cubrir adecuadamente su cifra de capital social. La Ley exige que en el momento de constituirse la sociedad los socios, que han de suscribir totalmente el capital social, desembolsen, al menos, una cuarta parte del valor nominal de las acciones en que se divida (art. 12), algo que han de hacer necesariamente aportando a la sociedad dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica (bienes muebles o inmuebles, derechos reales y de crédito, de propiedad industrial y comercial, establecimientos comerciales, títulos de crédito, etc.).
En la medida en que las aportaciones reflejan la contraprestación requerida a los accionistas a cambio de la suscripción de las acciones e integran el patrimonio social respaldando la cifra del capital social, la Ley sólo permite que sean objeto de aportación «los bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica» (art. 36.1). Se excluye como posible objeto de la aportación el trabajo o los servicios; esta prohibición de aportar industria o trabajo —que excluye que en una sociedad anónima, a diferencia de las sociedades personalistas, pueda haber socios industriales— no encuentra ninguna excepción en la posibilidad de prever estatutariamente prestaciones accesorias a cargo de todos o de algunos accionistas; estas prestaciones no pueden confundirse en ningún caso con la obligación de aportación asumida por los socios, por lo que no sirven para el desembolso de las acciones ni integran en ningún caso el capital de la sociedad.
En principio, las aportaciones se entienden realizadas a título de propiedad, de tal forma que el socio aportante transmite a la sociedad —que adquiere— la plena titularidad del bien o derecho de que se trate. No siempre la aportación a título de propiedad coincidirá con la aportación de la propiedad de un bien, al poder aportarse quo ad dominium la titularidad de derechos reales limitados (v. gr.: un derecho de usufructo o de servidumbre) o de derechos personales frente a un tercero (v. gr.: un contrato de arrendamiento) que no afectan propiamente, por el hecho de su transmisión, a la situación dominical del bien afectado. Pero la Ley admite también la posible realización de aportaciones a título de uso, cuando se aporta a la sociedad el mero uso o goce de un bien o derecho cuya propiedad conserva el socio aportante; estas aportaciones, cuya validez depende como todas de su idoneidad para ser valoradas económicamente, vienen así a instaurar un vínculo jurídico de carácter duradero —similar al que originaría una relación arrendaticia— entre el aportante y la sociedad, que permite a ésta beneficiarse durante un período de tiempo del uso del bien o derecho de que se trate.
En función de su objeto, las aportaciones pueden ser dineradas y no dineradas o in natura, cuando recaigan sobre cualquier otro bien o derecho distinto del dinero y susceptible de valoración económica.
En el caso de las aportaciones dineradas, la principal preocupación del legislador consiste en garantizar su efectiva realización, y de ahí que la Ley exija acreditar la realidad de estas aportaciones ante el notario que autorice la escritura de constitución o, en su caso, de aumento del capital (art. 40).
En lo que hace a las aportaciones no dineradas, que pueden resultar convenientes en atención a la actividad económica a desarrollar por la sociedad o cuando ésta se cree para explotar bienes o elementos patrimoniales hasta entonces en poder de los socios, el problema fundamental que suscitan es el de su valoración, por la necesidad de determinar su auténtico valor económico de forma segura y objetiva. De esta valoración depende, en efecto, no sólo la fijación de la cuota de participación que ha de corresponder al socio que efectúa la aportación, sino también la correcta integración de la cifra de capital social y la adecuación de ésta al patrimonio realmente aportado. La Ley aborda la cuestión exigiendo que estas aportaciones sean objeto de valoración por uno o varios expertos independientes, que han de ser designados por el registrador mercantil; los expertos han de elaborar un informe describiendo las aportaciones, los criterios de valoración adoptados y la indicación de si el valor obtenido es suficiente para cubrir el precio o tipo al que se emiten las acciones (art. 38.3). De este régimen general sólo quedan exceptuadas las aportaciones no dineradas que consistan en valores cotizados en un mercado secundario oficial (típicamente, acciones cotizadas en bolsa), pues en este caso, al existir un precio objetivo de mercado, se permite sustituir el informe del experto independiente por una certificación emitida por la sociedad rectora de la correspondiente Bolsa de valores (art. 38.2).
La Ley incluye también un régimen especial sobre la responsabilidad del socio aportante frente a la sociedad en relación a ciertos tipos de aportaciones no dineradas, con el fin de reforzar la realidad y consistencia de éstas. Se regulan así las aportaciones consistentes en bienes muebles o inmuebles o derechos asimilados a ellos, en derechos de crédito o en una empresa o establecimiento (art. 39), generalmente a efectos de agravar las reglas generales sobre responsabilidad del transmitente y de reforzar de este modo la efectiva integridad del capital social.
Por último, las cautelas legales sobre aportaciones no dineradas, y en particular la exigencia de elaboración de un informe de valoración por uno o varios expertos independientes designados por el registrador mercantil, se extienden por la Ley a las adquisiciones de bienes a título oneroso que pueda realizar la sociedad en los dos primeros años desde su constitución, cuando el importe de aquéllas exceda de la décima parte del capital social (art. 41, que exige además que estas adquisiciones sean aprobadas por la Junta General). Este régimen —conocido como «fundación retardada»— trata básicamente de prevenir la posible realización de aportaciones no dinerarias encubiertas, con elusión de los mecanismos legales de control. Quiere evitar que pueda ser burlado el requisito de la valoración de las aportaciones no dinerarias, cuando un socio convenga con los fundadores la suscripción de las acciones en metálico y la ulterior venta a la sociedad de los bienes que realmente se quieren aportar, recibiendo como precio o contraprestación el importe anteriormente desembolsado. En todo caso, y con el fin de no entorpecer indebidamente el funcionamiento social, se excluyen de este régimen las adquisiciones comprendidas en las operaciones ordinarias de la sociedad (art. 41.2), debiendo entenderse por tales las que respondan al ejercicio normal de las actividades constitutivas del objeto social. Pero aunque la finalidad básica de este régimen consista en evitar posibles maniobras destinadas a eludir el régimen de valoración de las aportaciones in natura, lo cierto es que los términos generales en que se formula le otorgan un alcance práctico mucho mayor; porque habida cuenta de que esta regla se aplica a las adquisiciones efectuadas de cualquier persona, y no sólo de quienes sean fundadores o accionistas de la sociedad (único supuesto en que podría existir una maquinación como la expuesta), la misma viene a operar de hecho como una norma de tutela del capital de la sociedad anónima durante el período inmediatamente posterior a su constitución.

Los dividendos pasivos

Con la expresión de «dividendos pasivos» se alude a la parte del capital social que no es desembolsada en el momento de la suscripción o adquisición originaria de las acciones (ya sea al constituirse la sociedad o en un aumento de capital posterior). La Ley exige la suscripción íntegra y total de las acciones en que se divida el capital social, en el sentido de que todas sin excepción han de estar suscritas o asumidas por un accionista, pero permite limitar el desembolso de aquéllas a una cuarta parte, por lo menos, de su valor nominal.
En estos casos, al verificarse un aplazamiento parcial de la obligación de aportación, los accionistas quedan obligados a aportar a la sociedad la porción de capital no desembolsada (art. 42). El pago de los dividendos pasivos deberá hacerse en la forma y plazo que establezcan los estatutos o, en su defecto, por acuerdo o decisión de los administradores, al ser éstos los que podrán ajustar el desembolso de los mismos a las necesidades de financiación de la sociedad. Ello permite que los dividendos pasivos puedan ser reclamados por la sociedad de una sola vez o en pagos fraccionados. Además, aunque el sistema legal parezca ideado para aportaciones dinerarias, pueden existir también dividendos pasivos no dinerarios cuando se aplace parcialmente el desembolso de aportaciones de esta naturaleza (aunque en este caso el plazo para el pago no puede exceder de 5 años). Los dividendos pasivos constituyen una deuda del socio que no podrá ser condonada por la sociedad (aunque sí que podría ser eliminada a través de un acuerdo de reducción del capital), porque la integridad del capital social cumple una función de garantía frente a los acreedores sociales.
Para garantizar el cumplimiento de la obligación de satisfacer los dividendos pasivos, la Ley prevé un conjunto de medidas en relación a los accionistas que se encuentren en mora, situación ésta que se verifica de forma automática una vez vencido el plazo fijado en los estatutos o por los administradores para el pago. Así, el socio moroso queda sujeto a un conjunto de sanciones, que se condensan esencialmente en la privación o suspensión de su derecho de voto en las Juntas de accionistas y del derecho a percibir los dividendos activos que pueda acordar la sociedad, así como del derecho de suscripción preferente en la emisión de nuevas acciones u obligaciones convertibles. Pero, al mismo tiempo, y siempre con el propósito de garantizar la integridad del capital social, la Ley atribuye a la sociedad un conjunto de remedios excepcionales para obtener la reintegración de los dividendos pasivos. Además de poder reclamar el cumplimiento de la obligación de desembolso, la Ley faculta también a la sociedad para enajenar las acciones por cuenta y riesgo del socio moroso, con el fin de aplicar así el precio obtenido al pago de los dividendos pasivos pendientes; esta facultad encierra una especie de ejecución privada de su propio crédito por parte de la sociedad, que refuerza notablemente la posición de ésta y que permite obviar los trámites y los gastos de un procedimiento judicial.
En caso de que las acciones que no estén íntegramente liberadas sean transmitidas, del pago de los dividendos pasivos responden solidariamente, junto al propietario de las acciones, todos los demás tenedores que le hayan precedido en el dominio de las mismas. Esta responsabilidad solidaria de los sucesivos titulares de las acciones parcialmente desembolsadas se establece en garantía de la sociedad, que puede dirigirse así no sólo contra el socio actual, que es el deudor y el único interesado en el cumplimiento de la obligación, sino también contra cualquiera de los propietarios anteriores, que responden por igual en el plano externo (aunque sólo por un plazo de 3 años desde la fecha de la respectiva transmisión). Frente a la sociedad, el cumplimiento de la obligación de pago por cualquiera de los sujetos responsables extingue la deuda en qué consisten los dividendos pasivos; pero en el orden interno, si quien paga no es el socio actual, podrá reclamar a su vez la totalidad de lo pagado de los adquirentes posteriores (art. 46.3), hasta llegar en último término al socio actual.

Las prestaciones accesorias

Al margen de las aportaciones sociales que necesariamente han de realizar los socios en el momento de suscribir acciones, cabe prever en los estatutos otras obligaciones a cargo de todos o de algunos accionistas, que se conocen con el nombre de prestaciones accesorias.
Por su contenido, puede ser objeto de una prestación accesoria cualquier clase de obligación, como prestaciones de «dar» (entrega de bienes o derechos en favor de la sociedad, incluida la entrega de sumas de dinero, cesiones de uso o de goce, etc.), de «hacer» (prestación de servicios laborales o profesionales en favor de la sociedad, como en el caso de las sociedades profesionales) o de «no hacer» (típicamente, no realizar actividades en competencia con la sociedad, pues en la sociedad anónima la prohibición de competencia rige para los administradores, pero no para los accionistas). La principal exigencia legal consiste en la concreta determinación estatutaria de su contenido y régimen, en el sentido de precisar su carácter gratuito o retribuido, la forma de retribución en su caso, y las eventuales cláusulas penales para el supuesto de incumplimiento.
La característica legal que mejor define a las prestaciones accesorias es que no constituyen una aportación ni pueden integrar el capital de la sociedad (art. 36.1). Además, como su propia denominación indica, tienen por naturaleza un carácter accesorio, al tratarse de prestaciones que sólo pueden ser asumidas por los socios (no por terceros) en conexión con la obligación esencial e inderogable de realizar una aportación al capital social.
Para garantizar la efectividad de las prestaciones accesorias, la Ley somete la transmisión de las acciones que lleven aparejada la obligación de realizarlas a un régimen especial, que salvo disposición contraria de los estatutos se condiciona a la autorización de la sociedad; de esta forma, la sociedad podrá oponerse a la transmisión cuando estime que el adquirente no está en condiciones de cumplir dichas prestaciones.
Además, y dado que las prestaciones accesorias afectan a la posición jurídica del socio que las realiza dentro de la sociedad, la Ley exige el consentimiento individual de los accionistas interesados para cualquier modificación estatutaria que tenga por objeto la creación, modificación o extinción anticipada de la obligación de realizarlas (art. 145.2).

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